A orden muerto, orden puesto. Esta licenciosa interpretación del viejo dicho parece que no funciona. Conceptual y genéricamente orden es la disposición de las cosas en una dimensión concreta y siguiendo unas reglas previamente establecidas. En el ámbito internacional un mínimo análisis histórico (Viena 1815, Yalta 1945) no haría sino confirmarlo. Por ello para hablar apropiadamente de un nuevo orden internacional debería ser posible reconocer las pautas que lo rigen, sus autores y las garantías para sostenerlas hasta sus últimas consecuencias. ¿Pueden realizarse tales ejercicios identificatorios en el actual contexto internacional? La respuesta es más que dudosa, y es que seguramente el orden internacional por generación espontánea no existe.
Desde Helsinki-1975 la Unión Soviética era objeto de un irreversible proceso de descomposición político-social que se completó en la segunda mitad de 1991. El Acta Final que, en clave institucionalista, supuso un valioso instrumento para crear un nuevo clima de distensión y seguridad en Europa, tuvo también la virtud de inocular en el Este continental el virus de los derechos humanos, propiciando el inicio de la carcoma del dogma leninista y del monolitismo soviético, y mostrando así que no era posible reformarlos sin, a la vez, destruirlos. Lo que no acaba de aclararse es si, en términos de seguridad y en Europa occidental, estamos ahora mejor o peor que antes de Helsinki-1975.
En el presente discurso internacional hay mucha confusión y una gran inercia del orden anterior. La primera, consecuencia de la vertiginosa rapidez con que se suceden las mutaciones en el centro y el Este de Europa, provoca junto a una especie de apología de lo efímero, una maniobrera actividad diplomática cuyos éxitos –mayormente formales– no logran encubrir una sutil tendencia a suplantar a la política. El segundo, el efecto inercial, transluce una cierta sensación de estabilidad global alimentada por…