Durante más de 20 años, en la Unión Europea (UE), los afganos han figurado entre el mayor grupo de demandantes de asilo. No obstante, tienen más del doble de probabilidades de recibir tan solo protección subsidiaria, en vez de la condición de refugiados con pleno derecho. Por qué el destino de los afganos tiene que ser tan diferente del de los sirios, millones de los cuales fueron recibidos por los vecinos de Siria –y en un grado menor, aunque notable, por países de acogida de la UE–, es parte de una larga y trágica historia de ciudadanos que han vivido cuatro décadas de conflicto. Este relato se complica aún más por la interacción de la geopolítica, la inestabilidad del diseño de la política comunitaria y la tendencia creciente a tratar a los migrantes forzosos como fuentes útiles de mano de obra, en vez de como a personas que precisan protección internacional.
En abril de 2002, solo siete meses después de la retirada de los talibanes, los Estados europeos empezaron a estudiar la opción de programas de retorno “voluntarios” por los que los migrantes recibirían una ayuda con la condición de que volvieran a su país de origen. Posteriormente, no tardaron en llegar iniciativas de repatriación, incluyendo vuelos organizados conjuntamente entre Londres y París con destino a Afganistán.
Mientras que los países de acogida justificarían más adelante el regreso por su condición de inmigrantes –solicitantes de asilo rechazados, “migrantes ilegales”, a los que se sacaba de Europa como parte de la guerra contra los “contrabandistas” y “traficantes”–, a principios de la década de 2000, los retornos los determinaba en gran medida el deseo de aliviar la carga en los Estados de acogida, así como las políticas exteriores y de seguridad. Entre estas, había ante todo un compromiso por parte de los Estados de la OTAN de “reconstruir” Afganistán.
Los retornos, pues, se utilizaron para justificar el éxito de la misión de la OTAN, así como para presentar Afganistán como un país “seguro”. En muchos sentidos, el trato que recibieron los afganos por parte de los anfitriones europeos no tuvo nada de nuevo. Mientras algunos países ofrecían el estatuto de refugiado a aquellos cuyas solicitudes de asilo eran aceptadas, Austria y Alemania, que se habían llevado la parte del león en cuanto a refugiados de Bosnia, Croacia y Kosovo, tendían a ofrecer protección temporal, que al final acababa cancelándose. En el lustro transcurrido desde el final de estas guerras, cientos de miles de antiguos refugiados fueron devueltos y muchos entonces pidieron entrar en nuevos países de acogida, incluido Australia.
La novedad, sin embargo, fue el cambio en política migratoria, marcado por el deseo de instituir una serie de políticas más homogéneas en toda la UE. Estas acabarían estableciendo condiciones para contener a los migrantes y a muchas personas les dificultaría aún más el proceso de solicitud de asilo.
Nuevas políticas migratorias
Las guerras en la antigua Yugoslavia tuvieron gran influencia en el diseño del acervo migratorio comunitario, empezando con la Convención de Dublín de 1990 (regulación posterior). En 1999, el Tratado de Ámsterdam y el Consejo Europeo de Tampere sentaron las bases de un nuevo programa de colaboración, que dotaría de mayor consistencia las políticas interiores y exteriores de la UE. Hasta entonces, las cuestiones migratorias giraban principalmente en torno al reto de promover la libre circulación de personas en el seno de la UE, o eran los gobiernos nacionales los que establecían sus propias políticas de inmigración y asilo.
Una característica definitoria de la nueva propuesta fue la voluntad de vincular políticas de desarrollo y políticas humanitarias, que en el pasado habían sido distintas. Las inquietudes humanitarias se incluían en las políticas en materia de refugiados y migratorias relacionadas, que diseñaban los Estados miembros y variaban notablemente en cuanto a solicitudes de asilo y resultados. El desarrollo, en cambio, era parte del programa multilateral comunitario, y se canalizaba por medio de instrumentos normativos específicos que beneficiaban algunos acuerdos entre Estados y entre regiones, en particular el Acuerdo de Asociación de Cotonou ACPUE (2000) y posteriores acuerdos de asociación económica entre la UE y agrupaciones regionales y organizaciones interregionales (por ejemplo, la CEDEAO y la SADC).
La tentativa de vincular políticas interiores y exteriores se reflejó en la expansión del sistema de Dublín y el mayor hincapié en la lucha contra la “inmigración ilegal”, como se señaló en el Consejo Europeo de Sevilla en 2002. Por consiguiente, ya no se veía a los migrantes en conjunto como una amenaza potencial para la seguridad.
El nuevo régimen comunitario incluía la ampliación de acuerdos de readmisión con terceros países, lo que a su vez allanó el terreno para la creación de un Enfoque Global de la Migración (EGM), un programa basado en ayudas a cambio de colaboración de terceros países que controlarían la entrada y la salida. Reformado en 2011, el EGM se rebautizó para que incluyera “movilidad” en su denominación. Pasó a designarse “EGMM” y a reflejar el nuevo interés en “acuerdos de movilidad”. Estos acuerdos ofrecían cierta agilización de visados a algunos ciudadanos muy cualificados, pero se basaban en la capacidad de devolver a migrantes a sus países de origen. Junto con el EGMM, la UE introdujo diálogos regionales, y ofreció fondos para apoyar la gestión de fronteras, extendiéndose mucho más allá de su frontera sur. Los más relevantes para el Mediterráneo fueron los procesos de Rabat y Jartum, que se aplicaban, y siguen aplicándose, en el Norte de África y el Cuerno de África, respectivamente.
Mientras las agencias de ayuda nacionales e internacionales “desvinculaban” crecientemente la ayuda y cuestionaban la inferencia potencial de intereses políticos en la prestación de asistencia humanitaria y al desarrollo, tanto el EGMM como los acuerdos regionales se basaban en la condicionalidad: los “paquetes de medidas” ofrecidas consistían en ayuda a cambio de colaboración para combatir el tráfico y la migración irregular.
Había poca movilidad real y, en la práctica, muy pocos ciudadanos de terceros países, Estados que habían firmado acuerdos de movilidad con la UE, se beneficiaban del acceso al mercado europeo. El uso de acuerdos de movilidad se ha criticado también porque no parecen ir acompañados de progresos notables en el cumplimiento de objetivos de desarrollo comunes.
Sin embargo, la lógica de la condicionalidad influyó en el diseño de nuevos acuerdos políticos, en particular la Agenda Europea de Migración de la UE de 2015 y la Declaración UE-Turquía y el Plan de Acción de 2016, que de entrada ofrecía a Turquía 3.000 millones de euros, y utilizaba a su vecino para prevenir el flujo de migrantes, incluidos miles de potenciales demandantes de asilo, a la UE. Junto con este acuerdo, la Unión introdujo un plan de reubicación para determinadas nacionalidades de demandantes de asilo. En lugar de eso, Turquía se convirtió en uno de los mayores Estados de acogida de refugiados del mundo.
Mientras más de un millón de sirios desplazados llegaban a Europa antes de que se cerraran las fronteras en 2016, la mayoría de afganos no pudo acogerse al plan de reubicación de la UE ni a las ofertas de asilo, sobre todo de Alemania y Suecia, que seguían dando prioridad a sirios e iraquíes. Otros países erigieron sus propias barreras y quebrantaron los objetivos del sistema de Dublín.
En varios casos presentados ante el Tribunal Europeo de Derechos humanos, la policía nacional y las fuerzas de control fronterizas fueron condenadas por participar en expulsiones colectivas. Empujaron literalmente a migrantes en la frontera en dirección a Estados vecinos que competían por restringir la presencia de migrantes en sus países. Los afganos estaban en doble desventaja, ya que pocos contaban con las cualificaciones educativas, profesionales y ocupacionales que habían suscitado el interés de gobiernos de acogida, especialmente Alemania, que atrajo a un número significativo de personas altamente cualificadas y “repuso sus existencias” de mano de obra de edad avanzada.
Las grietas en el funcionamiento del sistema de Dublín, que ponían de manifiesto las políticas nacionalizadas de la gestión de la migración, se reflejaron más adelante en el acuerdo entre la UE y Turquía, que permitió a cada vez más inmigrantes cruzar el Egeo. A medida que nuevas olas de migrantes irregulares alcanzaban las costas europeas –y proseguían el viaje hacia el Norte–, el enfrentamiento entre los Estados sobre sus responsabilidades no hizo más que agravarse. A partir de 2018, la imagen de miles de afganos en pequeñas lanchas, saliendo de las playas francesas para atravesar el Canal, puso aún más de manifiesto la ruptura de la colaboración entre los gobiernos francés y británico, así como los límites de la condicionalidad.
Respuesta a la crisis afgana en 2021
Un capítulo reciente y especialmente vergonzoso es la respuesta colectiva de los Estados europeos tras la caída de Afganistán en manos de los talibanes en agosto de 2021. Mientras que más de una docena de Estados miembros de la UE formaban parte de la misión de la OTAN en Afganistán, las evacuaciones de ciudadanos afganos, en previsión de la retirada de Estados Unidos el 31 de agosto, fueron caprichosas y selectivas, puesto que solo se dio prioridad a determinadas categorías. Quienes habían trabajado con las fuerzas militares de la OTAN en un puesto técnico, a menudo solo los contratados formal y directamente por gobiernos extranjeros, estaban entre los primeros a los que se propuso marcharse. A miles de afganos, que habían corrido peligro al asistir a las fuerzas internacionales, y que podían ser candidatos a la reubicación, los dejaron atrás.
Los gobiernos que anteriormente habían patrocinado la construcción de la paz, el empoderamiento de la mujer, la democracia local y otras iniciativas de desarrollo de capacidades o bien no enviaron correos electrónicos convocando al aeropuerto a los antiguos compañeros y proveedores afganos o bien esas convocatorias llegaron demasiado tarde y solo alcanzaron las bandejas de entrada cuando los talibanes ya habían tomado el control del aeropuerto de Kabul, en la última semana de la presencia estadounidense en Afganistán. Miles de correos destinados a gobiernos extranjeros no obtuvieron respuesta.
A partir del 1 de septiembre de 2021, no había prácticamente ninguna posibilidad de salida para nadie, salvo un puñado de personas de máxima prioridad. Los países con larga experiencia en la acogida de refugiados, como Alemania y Suecia, formularon ofertas individuales de entrada, pero no facilitaban ningún medio de reubicación. Algunos países, como Reino Unido, no destinaron personal para que se ocupara de la tarea que ellos mismos se habían impuesto y, en octubre de 2021, seguían sin poner en marcha el Plan de Reubicación de Ciudadanos Afganos. Sencillamente, no había voluntad de ayudar a los afganos cuando más lo necesitaban.
La política de ‘pies secos, pies mojados’
El abandono de los afganos por parte de la UE y sus aliados de la OTAN contrasta con la admisión reciente de sirios. Si bien su tragedia no tiene paralelismos obvios en la historia posterior a la guerra, pueden extraerse algunas reflexiones de otros casos en gestión de migración y política de refugiados. Un aspecto interesante es el diseño de la política de refugiados estadounidense actual, y en especial el favoritismo mostrado a los cubanos, a diferencia de los haitianos y centroamericanos.
A raíz del prolongado conflicto entre La Habana y Washington, los cubanos se han beneficiado históricamente de “asilo político” en EEUU, una categoría de protección nunca concedida a los haitianos como colectivo. Desde los años sesenta, cuando el conflicto entre los dos Estados desembocó en una avalancha de migrantes de clase media, los cubanos han sido bien recibidos en EEUU.
Su acogida se vio enormemente influenciada por las decisiones políticas en el país receptor y en el emisor. Cabe señalar que, después de que los vuelos entre La Habana y Miami se suspendieran a raíz de la invasión de Bahía de Cochinos en 1961, la oportunidad de demandar asilo estuvo inicialmente garantizada por el acuerdo de Fidel Castro, en virtud del cual quienes tuvieran parientes en EEUU podían ser recogidos libremente de las costas de la isla.
La aprobación por parte del gobierno estadounidense de la Ley de Ajuste Cubano (LAC) de 1966 aceleró entonces los derechos de residencia de los isleños en EEUU en tan solo un año. Justificaron esta ley por razones de protección de la seguridad nacional, facilitación de refugio a víctimas de persecución y también como modo de atraer a cubanos cualificados como mano de obra estadounidense durante una época de expansión económica.
Castro se aprovechó de la LAC y, en 1980, quiso cargar a EEUU con más olas de cubanos, abriendo las cárceles y alentando la migración masiva de 125.000 personas. Los interceptados en el mar eran llevados a EEUU, donde gozaban de asilo político. No sería hasta 1995 cuando la administración Clinton buscó acabar con la práctica de interceptación marítima, y enmendó la LAC, que pasó a conocerse popularmente como la “política de pies secos, pies mojados”. En virtud de la ley revisada, los recogidos en el mar eran devueltos a Cuba; en cambio, a quienes lograban cruzar se les concedía el derecho de asilo. La importancia de la interceptación reflejaba las prácticas migratorias en general, pero la aplicación de esta política activó la capacidad de controlar las aguas internacionales, y en la práctica favoreció a quienes podían navegar en pequeñas barcas. En cambio, los haitianos y otros que llegaban a EEUU por canales irregulares eran objeto de expulsión.
El ejemplo estadounidense ilustra en qué medida la política exterior y de seguridad de ese país influyó en el diseño de políticas de asilo muy particulares, y fueron posibles por las acciones de un Estado emisor de refugiados. Aquí encontramos varios puntos de coincidencia: mientras que los sirios sufrían un conflicto brutal, uno de los objetivos bélicos de Bashar al Assad era obligar a los opositores a huir en masa del país. Con la ayuda del presidente ruso, Vladimir Putin, y como resultado directo del bombardeo de zonas civiles, el dirigente sirio también alentó la salida de millones de sirios desplazados por el conflicto.
Afganistán vio a su población desplazarse internamente, pero, a diferencia de Siria, en 2021 los talibanes sellaron las fronteras del país, lo que impide que los afganos se marchen. Sus vecinos les han prestado una gran colaboración, al negar la entrada a los afganos. En este caso, el deseo de los talibanes de contener a sus connacionales encaja con los intereses de la UE y otros Estados, que ya no quieren recibir migrantes de Afganistán, ni tan siquiera a quienes tienen razones para solicitar asilo.
La política de “pies secos, pies mojados”, por la que llegar a “tierra seca” es responsabilidad de la persona, también señala los límites de la hospitalidad. En el caso de Afganistán, deja a la vista la vacuidad de la protección, no en vano varios Estados europeos, así como Canadá, han sugerido que los afganos que puedan llegar a sus territorios respectivos, tendrían derecho a ser aceptados. Se trata de una promesa imposible para una población encerrada, que en cualquier caso tendría que recorrer muchas fronteras nacionales.
Lo que está claro en esta historia es que, justo cinco años después de que la UE recibiera a más de un millón de sirios, trabajara para poner en marcha una agenda migratoria común e ideara un nuevo léxico en torno a la movilidad, los Estados europeos ya no quieren recibir más oleadas de refugiados, ni siquiera en números mucho más reducidos. Mientras los talibanes irrumpían por todo el país, los Estados europeos seguían repatriando afganos, y no tardaron en abandonar incluso la retórica de la protección humanitaria, que un día encarnó el eslogan “Refugiados bienvenidos”.
Este episodio deja al descubierto las pretensiones de cooperación exterior y de seguridad de la UE en materia de políticas de migración y seguridad, que lleva más de 15 años intentando conjugar. No solo se registran niveles asombrosos de actuación independiente estatal por parte de los miembros de la UE, sino que también se desvirtúan sus propios objetivos en cuanto a políticas. El abandono de los afganos plantea ahora el riesgo de nuevas olas de migrantes irregulares, y no hará sino alentar a contrabandistas y traficantes a aprovecharse de quienes no pueden abandonar Afganistán por otros medios.
Por encima de todo, envía el mensaje inequívoco de que la lógica de colaboración entre la UE y los países de origen no depende únicamente de la prestación de ayuda, sino también del establecimiento de la confianza, que se ha visto tan claramente hecha añicos por gobiernos donantes y países tradicionalmente de acogida.