«El Colegio Electoral ha hablado”. Con estas sencillas palabras, Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado aceptaba, por fin, lo evidente: Joseph Biden Jr. será el próximo presidente de Estados Unidos. La democracia, entendida al menos como sistema que garantiza el cambio de líder en función de las preferencias de los votantes, ha sobrevivido. Los augurios más pesimistas acerca de una muerte lenta y desde dentro, consecuencia de la progresiva degeneración institucional alimentada por una polarización extrema, de momento no se han cumplido. Los jueces, muchos de ellos nombrados por Donald Trump, rechazaron las demandas para anular los resultados en Estados clave por falta de pruebas; los medios de comunicación ejercieron su labor de control y, poco a poco, va creciendo el número de republicanos que aceptan el principio de realidad.
Ha habido, y seguirá habiendo, mucho ruido. Sin embargo, la realidad es que la transmisión formal de poder va camino de producirse con relativa normalidad, lo cual no implica, ni mucho menos, que todo lo que está ocurriendo sea normal. Todo ello apunta a una distinción importante: las discusiones recientes sobre el llamado “retroceso” institucional de la democracia tienden a confundir las consecuencias de la polarización sobre la supervivencia de la democracia como régimen, con sus efectos sobre el funcionamiento y la calidad de las propias democracias. Ambas cosas están relacionadas, pero no son lo mismo.
La insoportable vulgaridad del lenguaje y los gestos políticos que el mundo lleva sufriendo los últimos años reflejan corrientes más profundas. La presidencia de Trump ha contribuido a reforzar tendencias que se manifestaban ya con intensidad antes de su entrada en la arena política, y que en buena parte contribuyeron a su elección en 2016: la demonización del adversario, resultado de convertir las diferencias ideológicas en una identidad excluyente; el…