Pío XII, la esfinge del Vaticano
El 22 de enero de 1944, las tropas aliadas desembarcaron en las playas de Anzio, la antigua Antium, donde nacieron Nerón y Calígula, solo 60 kilómetros al sur de Roma. Entre los primeros en pisar tierra en Anzio estuvo el teniente Morris Kertzer, rabino y capellán castrense de los soldados judíos. En el cementerio cercano, en pocas semanas ofició más de un centenar de funerales y rituales de duelo –kaddish– por los caídos en combate.
Los aliados tardaron siete meses en llegar a la ciudad eterna tras luchar palmo a palmo el terreno con la Wehrmacht. El 4 de junio, Kertzer entró en Roma con las tropas del V Ejército del general Mark Clark. El viernes 9, junto al gran rabino de Roma, Israel Zolli, celebró el Sabbat en el Tempio Maggiore Israelitico. Unas 4.000 personas se agolparon en la antigua sinagoga romana, al lado del Tíber. Cuando la ceremonia iba a comenzar, un soldado americano se abrió paso hasta la tebá –el altar– para hablar con Kertzer.
Él era, le explicó, un judío nacido en Roma al que sus padres habían enviado hacía diez años a Estados Unidos, previendo lo que podía ocurrir. Desde entonces, no había vuelto a saber nada de ellos, por lo que quizá él podría ayudarle a encontrarlos en medio de la multitud. Kertzer le pidió que no se moviera de su lado para que sus padres, si estaban vivos, lo pudiesen ver y reconocer.
Cuando comenzaban los ritos del Sabbat, el grito de alegría de una mujer rompió el solemne silencio que reinaba en la sinagoga, muchos de cuyos antiguos asistentes habían sido deportados a Auschwitz unos meses antes. Madre e hijo se abrazaron ante todos. Pocos meses después, Zolli, enzarzado en una amarga disputa con los líderes de la comunidad judía romana, anunció su conversión al catolicismo. Kertzer, que llegó a conocerle bien, le defendió de los ataques que recibió por su apostasía.
Transparencia vaticana
De regreso en Estados Unidos, el exteniente pasó a dirigir la oficina de asuntos interreligiosos del American Jewish Committee y adoptó a una niña, Eva, sobreviviente del Holocausto, para que creciera al lado de sus dos hijos. Al crecer escuchando esas leyendas familiares, uno de ellos, David, cultivó un insaciable interés por la historia de Italia, de la Iglesia Católica y sus turbulentas relaciones con los judíos y el judaísmo.
Fruto de esa fascinación son los estudios ya clásicos de David Kertzer como The kidnapping of Edgardo Mortara (1998), Prisioner of the Vatican (2006) o The Pope and Mussolini, que ganó el Pulitzer en 2015, entre otras cosas por su habilidad para escribir historia de una manera accesible, cautivante y llena de observaciones perspicaces y detalles reveladores sobre sus personajes, entre ellos Mazzini, Garibaldi y los papas “prisioneros” del Vaticano tras el fin de los Estados Pontificios.
Con esos antecedentes, no resulta extraña la expectativa que ha rodeado su último libro –y su éxito de crítica y público– sobre las relaciones entre Pío XII, Adolf Hitler y Benito Mussolini y la postura del Vaticano ante el Holocausto, uno de los asuntos más controvertidos de la Segunda Guerra Mundial. Aunque sus más de 600 páginas no contienen revelaciones inusitadas, las consultas del autor de miles de documentos –del Vaticano, Italia, Alemania, Francia, Reino Unido, EEUU…– hasta hace poco inaccesibles para los investigadores le permiten trazar un retrato más preciso y matizado del enigmático Pío XII, que pertenecía a una familia de la aristocracia romana históricamente relacionada con los papas.
Cuando el Papa murió en 1958, sus papeles quedaron sellados en el Archivo Apostólico, dejando sin respuesta muchas preguntas sobre lo que supo e hizo durante la guerra. En 2000, Juan Pablo II estaba preparando su beatificación, pero los cuestionamientos de la comunidad judía romana detuvieron el proceso. Benedicto XVI, por su parte, prefirió esperar hasta que la apertura de los archivos de su pontificado despejaran las dudas sobre su figura, aunque lo nombró “venerable”, un paso previo a la beatificación.
En marzo de 2020, tras décadas de presiones de académicos e historiadores, el Vaticano permitió a los investigadores acceder a 120 fondos y series de archivos históricos sobre Pío XII. Cuando anunció la decisión, el papa Francisco dijo que la Iglesia “no tenía nada que temer de la verdad”. Otros 40.000 ficheros digitalizados pueden consultarse en la página web de la Santa Sede. El Vaticano ha publicado online además miles de cartas escritas por judíos europeos pidiendo ayuda al Papa.
Enemigos irreconciliables
Aunque es difícil que un libro vaya a zanjar definitivamente el asunto, la minuciosa investigación de Kertzer permite aclarar muchas cosas sobre lo que el Papa sabía –y cuándo lo supo– sobre el Holocausto y sus relaciones con los judíos italianos, víctimas de las leggi per la difesa della razza de 1938. Cuando las anunció, el Duce dijo que el “judaísmo era un enemigo irreconciliable” del fascismo.
La comunidad judía romana –que remontaba su presencia en Roma a la dinastía julio-claudia–, estaba sometida a una estrecha vigilancia por el poder eclesiástico, que toleraba a los judíos dentro de ciertos estrictos límites por su condición de pueblo “deicida”. Solo en 1846, poco después de su elección por el cónclave, Pío IX, último soberano de los Estados Pontificios, eximió a los judíos romanos de la obligación de vivir en el gueto y asistir a la predica coatta, los sermones que todos los sábados debían escuchar sobre las maldades del judaísmo y las “bendiciones y gozos” de la conversión.
La era del totalitarismo
El conservadurismo de la Curia, en gran parte integrada por clérigos italianos, predispuso favorablemente al Vaticano ante Mussolini, con el que firmó en 1929 los tratados de Letrán que pusieron fin a la “cuestión romana” con el reconocimiento mutuo entre el entonces Reino de Italia y la Santa Sede.
Pío XI, sin embargo, consideraba al nazismo como un tipo de paganismo basado en la sangre y el suelo. Cuando el 2 de mayo de 1938 Hitler visitó –por primera y última vez– Roma, el Papa se refugió en el palacio de Castel Gandolfo, desde donde dijo que la “cruz que flameaba” esos días en la ciudad eterna –la swástika– no era “la cruz de Cristo”.
En marzo de 1939, el Führer y el Duce se apresuraron a felicitar a su sucesor, hasta entonces secretario de Estado de Pío XI. El papa Pacelli siempre decía a sus interlocutores alemanes que consideraba sus 12 años como nuncio del Vaticano en Alemania como los “más felices de su vida”. Como secretario de Estado, firmó el concordato de 1933 con Alemania que neutralizó políticamente al episcopado católico alemán y al Zentrum, el partido católico.
¿Qué sabía el Papa?
Las transcripciones de las conversaciones que cita el autor muestran que, para Pío XII, la mayor amenaza contra la civilización cristiana era el bolchevismo, en el que percibía una fuerte impronta judía, por lo que nunca consideró seriamente la posibilidad de excomulgar a Hitler y Mussolini, ambos católicos nominalmente. En abril 1939, el secretario de Estado, el cardenal Luigi Maglione, ofició una misa de acción de gracias en la iglesia jesuita de Roma por la “deseada victoria” franquista en la guerra civil española.
El 4 de septiembre de 1940, hablando en San Pedro ante 2.000 clérigos y líderes de Acción Católica, el Papa recordó el pasaje de Romanos 13:1 que asevera que toda “autoridad viene de Dios”. Hitler, sin embargo, creía que todo pensamiento abstracto –normativo o moral– era inherentemente judío, por lo que su exterminio como pueblo permitiría a la humanidad regresar al “estado natural”.
Kertzer retrata a Pío XII como un hombre ascético y atormentado por los dilemas morales que le imponían las circunstancias y que creyó poder resolver con el silencio como mal menor, incluso en medio de las feroz represión nazi del clero católico polaco. En octubre de 1941, el nuncio en Bratislava informó al Vaticano que los judíos eslovacos, húngaros y rumanos estaban siendo “sistemáticamente asesinados”. En noviembre de ese mismo año, el capellán castrense italiano, Pirro Scavizzi, informó personalmente al Papa que en cuanto entraban las tropas alemanas en poblaciones ucranianas, se sucedían las masacres contra los judíos.
El Papa escribió: “lloro como un niño y rezo como un santo”. Pero su silencio se mantuvo.
¿Disputa finita?
En su mensaje de Navidad de 1942, Pío XII habló sobre los cientos de miles personas que, “sin culpa alguna o solo por su nacionalidad y raza”, habían sido “condenados a muerte a una progresiva extinción”, unas frases perdidas en una larga alocución de 24 páginas.
El pasaje más sobrecogedor del libro es la deportación a los campos de concentración de un millar de judíos romanos el 16 de octubre de 1943. Durante dos días, las SS los retuvieron en un colegio militar cercano al Vaticano para revisar quién estaba bautizado o tenía cónyuges católicos, los únicos por los que intercedió la Iglesia. Unos 250 fueron liberados por ser “católicos no arios”. Los demás murieron en Aucshwitz. Solo 16 sobrevivieron.
Pío XII, muestra Kertzer, mantuvo un canal de comunicación directo con Hitler a través del príncipe Phillip von Hessen, bisnieto de la reina Victoria y casado con la princesa Mafalda, hija del rey Vittorio Emamnuele. “Amamos Alemania y nos alegramos de que sea grande y poderosa”, le aseguró, subrayando que la Iglesia no tenía interés en implicarse en “políticas partidistas”. Tras uno de sus encuentros, la prensa alemana recibió órdenes para que dejara de atacar a la Iglesia.
Si el objetivo último del Papa era proteger a la Iglesia, sus esfuerzos tuvieron éxito. Cuando las tropas aliadas se acercaban a la capital italiana, Hitler dio órdenes expresas al mariscal Kesselring para que retirara sus tropas y Roma no se convirtiera en una zona de combates, algo que no hizo con París.
Pero según Kertzer –que no considera a Pío XII un santo o un héroe, pero tampoco un antisemita–, el Papa fracasó como líder y autoridad moral, una lección especialmente útil para el papa Francisco, que se enfrenta a dilemas similares en relación a la guerra de Ucrania. El silencio, al fin y al cabo, es más cómodo y seguro, aunque no necesariamente más sabio o prudente.