Hija de la bula Ad abolendam, firmada por el papa Lucio III en 1184 para luchar contra la herejía cátara afincada en Languedoc, la Inquisición se convirtió en el instrumento represor del reino católico de España en 1478 gracias a los esfuerzos de los dominicos Alonso de Ojeda y Tomás de Torquemada, confesor de los Reyes Católicos. Constituida como tribunal eclesiástico, pronto devino en el primero y más poderoso aparato de intimidación, coacción y censura estatal.
Sus réprobos heresiarcas eran los únicos que tenían jurisdicción en casi toda la península, ya estuvieran en Castilla o Aragón. En nombre de su desviado concepto de Dios vilipendiaron, torturaron, condenaron y mataron a cientos de personas, a algunos por judaizar, a otros por criticar el poder, e incluso a quienes osaban apoyar “teorías satánicas”, como aquella que se atrevía a afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol. Su vesanía se contagió al resto de Europa y se sostuvo hasta que en 1834, muerto Fernando VII, y presionada la corona española por la mayoría de Estados europeos, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, regente durante la minoría de edad de la futura Isabel II, firmó el edicto definitivo de abolición.
En su teoría de la evolución de las especies, Charles Darwin, que no tuvo que hacer frente a los rigores del Santo Oficio pero sí a la cerrazón de la Iglesia y de un amplio sector de la sociedad, explica que existen seres, como el celacanto o el nautilo, que logran eludir el casi inevitable proceso de extinción y sobreviven a las épocas y los avatares de la naturaleza gracias a la pereza de su sistema evolutivo. Haciendo un forzado símil con la historia, Arabia Saudí y su herética interpretación del islam se antojan el celacanto de la humanidad, un “fósil viviente” que ha…