Las consecuencias de las crisis económicas mundiales han sido siempre especialmente fuertes en el terreno internacional. Sin ir más lejos, la famosa crisis de Wall Street en 1929 cambió la faz del mundo. Con el detonador de la gran depresión llegaron al Poder los demócratas en los Estados Unidos, iniciando la larga presidencia de Roosevelt; pero también se destrozó la política de centro-derecha, vinculada a la acción económica de Poincaré, en Francia, hasta empujar al Poder al Frente Popular. Sin esa gran depresión no hubiera sido posible que, en medio del paro y la desesperación, Hitler llegase, tras el Pacto de Harzburgo y de la mano de Hindenburg, a la Cancillería en Alemania. Incluso si se prescinde de ella se explica mal la reorientación de la política económica soviética en la etapa de los planes quinquenales con un Stalin que desencadena el terror, sobre todo a partir del asesinato de Kirov en Leningrado; que crea el archipiélago Gulag, que hace aprobar por la Internacional la propuesta de Dimitrov de una política de Frentes Populares y que ostenta una actitud general diplomática dirigida a romper el aislamiento internacional que había oprimido como un dogal la vida del país. Hace todo eso porque sin todo ello la crisis hubiera golpeado también con mucha fuerza a la URSS.
Aquella depresión se explica también en algún grado por las penosas consecuencias de la política de reparaciones, que desde su nacimiento fue criticada de modo acerbo por Keynes; por la política proteccionista creciente; también porque no fue posible implantar el patrón oro de forma similar a como había funcionado antes de la primera guerra mundial, y porque la caótica economía balcánica y eslava, tras la lamentable ruptura del Imperio austro-húngaro, más ampliaba las perturbaciones que las frenaba.
Por consiguiente, trastornos aparentemente sólo ligados al mundo…