Se ha escrito, hablado, debatido mucho sobre la Transición, sobre pactos y posibilidades perdidas, sobre los márgenes que quedaron fuera de alianzas y prebendas, sobre la institucionalización de una cultura complaciente que ayudó a despolitizar la rebeldía; algunos han culpado a sus protagonistas por no afrontar las deudas pendientes del pasado, otros les han exonerado e incluso beatificado. Es difícil ofrecer un punto de vista que amplíe el debate o profundice en nuestra comprensión de la historia en un artículo de esta extensión, pero voy a intentar hacerlo a través de una reflexión que nace de desear un pasado diferente, una Transición diferente.
No se trata –o eso espero– de practicar ejercicios inútiles de melancolía, de anhelar un pasado que nunca existió, sino de ofrecer herramientas para situarnos en el presente, particularmente el presente relacionado con la construcción de la convivencia en Euskadi. Estamos en un momento histórico en el que sería pernicioso repetir los patrones de desmemoria y silencio de la Transición. Digo desmemoria y no olvido porque mientras que el olvido no se puede imponer –es algo personal, cada uno recuerda y olvida lo que quiere o puede–, la desmemoria es institucionalizada y responde a intereses políticos. Es el intento, desde el poder, de borrar memorias incómodas o que señalen las injusticias que ha cometido en el pasado ese poder u otros de los que este es, o se convierte en, cómplice. La desmemoria va acompañada de la ausencia de justicia.
Si se entiende la Transición simplemente como lo que pasaba en el Congreso, como los pactos y negociaciones entre políticos, si se mira desde el punto de vista de lo que ocurría en Madrid, se podría llegar a interpretar –como se ha hecho– que la continuidad de ETA después de la amnistía de 1977 fue una anomalía…