Nunca hasta ahora se había utilizado a la UE como un instrumento para imponer una ideología. En el pacto fundacional del proyecto europeo está el Estado del bienestar, no una política económica única. Necesitamos recuperar la idea de una verdadera Constitución.
La Unión Europea está cambiando su naturaleza constitucional. Y no para mejor. Alguien la está modificando sin que la ciudadanía haya tenido la más mínima posibilidad de pronunciarse sobre un hecho tan crucial para el devenir colectivo y la vida cotidiana de cada uno de sus habitantes. Eso no solo es antidemocrático, sino que puede conducir al proceso de construcción europea a un callejón sin salida e implicar un vuelco euroescéptico en la opinión pública de dimensiones históricas y consecuencias difícilmente reversibles.
La tesis es dura, pero no más que la realidad que interpreta.
Durante todos estos años casi ha sido un lugar un común referirse al tiempo desperdiciado en los embrollos “institucionales” de la UE, como si el periodo 2001-09 pudiera definirse como una década perdida. A la vista de lo que está sucediendo hoy, nada más lejos de la verdad. En ese tiempo, la Declaración de Laeken, la Convención Europea y una Conferencia Intergubernamental trataron de impulsar la definición de una unión política que el Tratado de Maastricht no había conseguido culminar. Así, la Constitución Europea y su heredero directo, el Tratado de Lisboa, demuestran que ese menospreciado ejercicio “institucional” representó el último intento coherente de seguir avanzando en el proceso iniciado en Roma en 1957. Coherente: el paso dado no varía el ADN de los tratados anteriores, sino que lo perfecciona. ¿Cuál es ese ADN?…