POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 182

Mosaico con la cabeza de Medusa en el museo de Sousse, Túnez. AD MESKENS / WIKIMEDIA COMMONS.

Palabras, sexo y poder

Desde la Antigüedad hasta hoy, los símbolos y el lenguaje han reforzado la idea de que el poder no es lugar para las mujeres y que ejercer la voz pública es un atributo de masculinidad.
Daniel Gascón
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Todo éxito es un malentendido, decía Emil Cioran, y en cierto modo el de Mary Beard es un malentendido feliz: podría haber sido una especialista poco conocida fuera de su campo de investigación, pero se ha convertido en una autora muy leída y un referente feminista. Experta en la Antigüedad grecorromana, profesora en la Universidad de Cambridge y editora de clásicos en el Times Literary Supplement, Beard es una erudita de una prestigiosa institución británica que escribe ensayos admirables como los recogidos en La herencia viva de los clásicos (Crítica, 2013). Y, al mismo tiempo, también es una divulgadora eficaz, responsable de documentales sobre la vida en Pompeya o en la Antigua Roma en general. Esta tarea de divulgación bien hecha, que mezcla conocimiento experto de las fuentes y la tradición historiográfica con talento narrativo, humor y la preocupación por incluir aspectos que otros relatos habían dejado de lado, ha producido obras como Pompeya: Historia y leyenda de una ciudad romana (Crítica, 2009) y SPQR. Una historia de la Antigua Roma (Crítica, 2013), vinculadas a su trabajo televisivo. Finalmente, también es una intelectual que participa en los debates públicos nacionales e internacionales, tanto en artículos y conferencias como en su blog y las redes sociales.

 

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Uno de los asuntos que más frecuenta, y con más brillantez, es el feminismo y la discriminación sexual. Mujeres y poder. Un manifiesto es un libro breve, compuesto a partir de dos conferencias impartidas para el ciclo de charlas de la London Review of Books, que combina el conocimiento de la tradición clásica con la denuncia de la desigualdad de género contemporánea: traza unas coordenadas, sucintas y claras de la tradición de la discriminación o apartamiento de las mujeres de los asuntos públicos. Uno de sus valores es que interpreta episodios que quizá no nos habían contado de esa manera, o subraya aspectos a los que no se había dado importancia. Otra virtud es que muestra cómo elementos que parecen actuales, coyunturales o incluso novedosos son ideas recibidas que provienen de una larga tradición misógina: son muchas otras cosas, pero también una forma de pereza mental. Por un lado, entendemos mejor aspectos del mundo clásico –a veces desmintiendo lecturas feministas, tan voluntaristas como anacrónicas: la que interpreta el mito de las amazonas en esa línea o algunas caracterizaciones de Lisístrata–; por otro, comprendemos mejor rasgos del mundo actual.

El primer ensayo del libro, “La voz pública de las mujeres”, cuenta cómo uno de los atributos clásicos de la masculinidad era ostentar la voz pública. No se trataba solo de hablar: un aspecto esencial era la capacidad de silenciar a las mujeres: mandar callar formaba parte de un proceso de maduración masculino. El ejemplo literario que cita es cuando Telémaco manda callar a su madre, Penélope, al comienzo de La Odisea. Un autor del siglo II escribía: “una mujer debería guardarse modestamente de exponer su voz ante extraños del mismo modo que se guardaba de quitarse la ropa”. Pero, por supuesto, esta tradición ha sobrevivido mucho más tiempo. Beard incluye en su libro como ejemplo una viñeta de Riana Duncan, donde una mujer presenta una idea en una reunión: “Es una excelente propuesta, señorita Triggs. Quizá alguno de los hombres aquí presentes quiera hacerla”, le dicen.

 

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Beard señala que había casos en los que las mujeres podían hablar en público en la tradición clásica. Pero el papel era a menudo limitado: podían hablar en su papel de víctimas o agraviadas (o futuras mártires), y podían hablar también como representantes de intereses sectoriales, especialmente femeninos. Sin embargo, pocas veces tomaban la palabra en público en nombre del interés común. Beard cita ejemplos de estas reivindicaciones (y de sus silencios), tanto en el mundo grecorromano como en otras épocas, desde William Shakespeare a Henry James. A juicio de Beard, esta limitación sectorial todavía sucede: el movimiento del #MeToo, ha declarado, encarna una denuncia necesaria, pero no se aparta de este viejo patrón.

No sería difícil pensar en ejemplos de la literatura española: por ejemplo, la Dorotea de El Quijote o numerosos personajes del teatro del Siglo de Oro, como Tisbea en El burlador de Sevilla. Incluso en ese terreno acotado de participación, la voz era en ocasiones silenciada, a veces de manera física: el violador de Filomela, en las Metamorfosis, le corta la lengua para que no denuncie su agresión; a Lavinia, en Tito Andrónico, le cortan la lengua y las manos. A menudo, las mujeres que rompían esta limitación, que se salían del papel, eran tratadas como seres andróginos.

 

«Mandar callar a las mujeres formaba parte de un proceso de maduración masculino»

 

Si la primera parte del manifiesto de Beard se centra en uno de los atributos que definen el poder, la segunda, “Mujeres en el ejercicio del poder”, habla del poder en general y de las resistencias que han afrontado las mujeres para acceder a él. “Por más que retrocedamos en la historia occidental, vemos siempre una separación radical entre las mujeres y el poder”, escribe. Todavía se las percibe, sostiene, como seres ajenos al ejercicio del poder y enfrentan dificultades especiales para que se reconozca su autoridad. (Que la crítica se centre en la tradición occidental no significa que estos fenómenos no se produzcan con igual o mayor intensidad en otras culturas, sino que Beard habla del mundo que conoce bien.)

Beard, que emplea referentes literarios como Clitemnestra o la novela poco conocida Dellas. Un mundo femenino, no estudia tanto los obstáculos “físicos” como culturales; entre ellos, destaca el imaginario de leyendas, calumnias y desprecios que servían para combatir o dificultar ese acceso al poder. Su liderazgo se presentaba a menudo como algo monstruoso, contra natura. El libro muestra que lo que se presentaba como natural era en realidad cultural, y que lo que puede parecer una crítica o una metáfora ingeniosa a menudo es solo un avatar de una larga tradición misógina: la supuesta irreverencia no es más que recalentar una frase muy vieja. Así, por ejemplo, habla del mito de Medusa, y de sus resurrecciones en las caricaturas de Angela Merkel, Hillary Clinton, Dilma Rousseff o Theresa May.

Todavía vemos el poder como algo masculino, explica Beard. A menudo las mujeres políticas se encargan de áreas percibidas como “femeninas”. La autora sostiene que “es flagrantemente injusto dejar a las mujeres al margen, sean cuales fueren los medios inconscientes que nos guían; y sencillamente no podemos permitirnos prescindir del conocimiento de las mujeres, ya sea en tecnología, economía o asistencia social. Si eso significa que haya menos hombres en los parlamentos, como debe ser –los cambios sociales siempre tienen ganadores y perdedores–, estoy dispuesta a mirar de frente a esos hombres”. Beard habla de las cifras de parlamentarias en distintos países (más del 60% en Ruanda; un porcentaje superior en la Asamblea Consultiva de Arabia Saudí que en el Congreso de Estados Unidos) y se pregunta si el número elevado de mujeres en el legislativo de algunos países es indicio de “que el poder no se encuentra precisamente allí”.

Este es un libro sobre los símbolos y el lenguaje. Cuando Beard aboga por una redefinición del poder, explica que este no debe ser algo que se posee, algo permanente, sino que debe funcionar como atributo o como verbo. Explica que las mujeres que aspiran al poder tienden a adoptar un aspecto andrógino. Pero también describe una curiosa transformación de elementos tradicionalmente asociados con las mujeres. Por ejemplo, las horquillas que Fulvia, esposa de Marco Antonio, clava en la lengua del cadáver de Cicerón. O el bolso de Margaret Thatcher: la primera ministra conservadora logró convertir un accesorio “femenino” en un emblema de autoridad.

 

«Beard se pregunta si el número elevado de mujeres en los parlamentos de algunos países es indicio de que el poder no se encuentra precisamente allí»

 

Beard también señala que es diferente el lenguaje con el que se habla de las mujeres. Se observa en las metáforas preferidas, que enfatizan la exterioridad: las mujeres “llaman a la puerta”, “asaltan la ciudadela”, rompen “el techo de cristal” (o se estrellan contra él), a veces hay que “darles un empujón”. Siempre están llegando a un lugar que no es su sitio.

Estas diferencias se ven también en el periodismo, donde hay verbos, como “gimotear” o “lloriquear” que se aplican únicamente a las mujeres (y a veces a un entrenador de fútbol en mitad de una mala racha, concede). Y se producen en las redes sociales, donde a menudo las mujeres reciben ataques brutales. La propia Beard ha padecido algunos de ellos; se niega a seguir el consejo de “ignorar al troll” porque, a su juicio, eso no deja de ser otra forma de mandar callar a las mujeres y se ha enfrentado a críticos soeces con la inteligencia y valentía que también transmite en este manifiesto.

Una de las observaciones más interesantes de Mujeres y poder llega en la parte final, cuando Beard argumenta que los políticos varones pueden cometer más errores: aunque salgan trastabillados luego pueden rectificar, mientras que las críticas a las mujeres son más destructivas. Entre los ejemplos que cita son los correos electrónicos de Hillary Clinton, o los ataques contra la parlamentaria laborista Diane Abbott tras una entrevista desastrosa, que contrastaban con la indulgencia con que se trataba a Boris Johnson tras una exhibición de incompetencia: en el caso de Abbott, sus errores se veían como prueba de ineptitud (acompañadas de un edificante vocabulario: “majadera”, “gorda idiota, pedazo de cretina”); en el caso de Johnson, eran gamberradas de un escolar travieso.

Mujeres y poder es un libro urgente, oportuno y ligero. Sin duda, Mary Beard podría haber puesto muchos más ejemplos, alguna idea esbozada de manera bastante general podría matizarse. Pero las tesis principales están bien argumentadas y esas objeciones no desmentirían su idea central sobre la postergación de las mujeres, expuesta con lucidez y contundencia. ●