En el momento de redactarse este artículo comenzaba la operación de respuesta militar al desafío terrorista, liderada por Estados Unidos. El presidente de Pakistán, general Pervez Musharraf, reconoció la contundencia de las pruebas presentadas por EEUU contra Osama bin Laden como inspirador y principal responsable de los atentados terroristas del 11 de septiembre. A regañadientes, el dirigente paquistaní aceptaba también que el régimen de los talibán, al amparar y proteger al siniestro dirigente de Al Qaeda, cerraba todas las posibilidades para evitar su derrocamiento. Por otra parte, las protestas contra los bombardeos sobre Afganistán y contra la actitud del gobierno se recrudecen, especialmente en las zonas de etnia pashtún (Peshawar, Quetta…), más afines a los talibán. Ante la presión estadounidense, Pakistán va a verse forzado, muy a su pesar, a desempeñar una función estratégica de primer orden en la operación que concluirá con la inevitable demolición de su criatura política afgana.
Como desde hace años se sabía y ya nadie niega, el régimen talibán es obra de los turbios servicios de inteligencia paquistaníes (ISI). Al amparo de la descomposición interétnica que siguió en Afganistán a la retirada de las fuerzas invasoras soviéticas en 1989 y tras el fracaso de su primer protegido, el cabecilla pashtún Gulbuddin Hekmatyar, el ISI, apoyándose en los grupos islamistas paquistaníes más radicales (Jamiat al Islami), reclutó a numerosos jóvenes refugiados afganos pashtunes en los miserables campos de Beluchistán y de la Frontera del Noroeste para adoctrinarlos en la más intransigente rama del islamismo suní, el wahabismo, con el apoyo financiero de la monarquía saudí y de los Emiratos Árabes Unidos.
En las madrasas coránicas del fundamentalismo paquistaní se formaron ideológicamente los dirigentes y cuadros de lo que pasaría a formar el movimiento de los talibán (“estudiantes” en lengua dari). En una fase ulterior, el ISI y los militares paquistaníes adiestrarían y armarían a los talibán afganos que, imbuidos de una férrea disciplina y de un escalofriante fanatismo, tomarían el poder en Kabul, en septiembre de 1996.
No es éste el lugar de glosar los horrores del régimen talibán, de sobra conocidos, y en particular el aberrante trato a las mujeres, que merecieron la condena generalizada de la opinión pública internacional y la imposición de sanciones por parte de las Naciones Unidas. Unas sanciones que, antes del 11 de septiembre, sirvieron de poco debido al sólido apoyo político, militar y financiero que los talibán siguieron recibiendo de Pakistán y Arabia Saudí.
Antes de la destrucción de las Torres Gemelas y del ataque al Pentágono, Washington conocía los peligros que suponía la abierta colusión de los talibán con numerosos grupos terroristas de inspiración islámica, y personajes como Bin Laden, ya significado dos años antes en los atentados contra las embajadas de EE UU en Kenia y Tanzania. Pero los estadounidenses se contentaban con ejercer una tímida presión sobre los protectores saudíes y paquistaníes de los talibán, tal vez para no incomodarles en exceso.
El régimen feudal de Riad, tan pobre en niveles de respeto a los derechos humanos como rico en petróleo, ha seguido la arriesgada estrategia de protegerse del fundamentalismo islámico radical a base de exportarlo y financiarlo en el exterior. Países tan distintos como Afganistán, Sudán, Argelia o Filipinas pueden dar testimonio. Para Riad las escarpadas montañas y los sinuosos valles afganos han sido teatro de la predicación del wahabismo ortodoxo, del entrenamiento militar y religioso de jóvenes musulmanes de todos los continentes y de las espléndidas cacerías de gacelas y otras especies animales hoy casi extinguidas por el furor matarife de los jeques.
Por su parte, Pakistán, que vio perder con el fin de la guerra fría su valor estratégico para los estadounidenses en las décadas de los setenta y ochenta, necesitaba lograr, con el control político sobre Afganistán que le proporcionaba el régimen de los talibán, la “profundidad estratégica” suficiente para mantener su atávica confrontación con la India y, en particular, para entrenar, armar y adoctrinar a las milicias armadas y organizar sus infiltraciones en la zona de Cachemira bajo control indio y un sinnúmero de acciones terroristas. Por una paradoja que no carece de aspectos siniestros, el máximo jefe del mismo aparato militar paquistaní que alumbró, alimentó y sostuvo a los talibán aparece hoy como la “punta de lanza” de la coalición formada para derribarlos.
Pakistán surgió del desmembramiento de la India imperial británica, realizando el sueño de una serie de intelectuales, poetas y políticos que decidieron auspiciar la creación de un “hogar nacional” para los musulmanes del subcontinente. Un sueño que condujo a una partición saldada con millones de muertos y a la persistencia hasta hoy de conflictos, como el de Cachemira, prácticamente insolubles.
Un país desvertebrado
Haciendo oídos sordos al secularismo propugnado por Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru, un grupo musulmán acaudillado por Mohamed Alí Jinnah se escindió del Congreso Nacional Indio para dar origen a la Liga Musulmana, cuyo principal objetivo, proclamado en 1940, era la creación de Pakistán. Con el apoyo de la potencia colonial, el viejo imperio de la India se resquebrajó, alumbrando simultáneamente, en agosto de 1947, dos Estados enfrentados entre sí desde el primer día: la India, nominalmente s e c u l a r, y el Pakistán islámico, dividido a su vez en dos sectores separados por varios miles de kilómetros. La parte oriental de Pakistán se escindiría a su vez, en 1971, tras una cruenta insurrección popular, una brutal represión y una guerra de independencia apoyada por la India para formar Bangladesh.
Pakistán tiene una extensión de 795.000 kilómetros cuadrados y una población de casi 140 millones de habitantes.1 Se divide en cuatro provincias: Punjab (la más rica y poblada), Sindh, Beluchistán y la Frontera del Noroeste, además del sector del antiguo principado de Jammu y Cachemira. Los punjabíes forman el grupo étnico dominante y controlan la burocracia y el ejército; los sindhis viven bajo el dominio feudal de una oligarquía terrateniente. En Karachi existe una importante comunidad de mohajirs, descendientes de los musulmanes que emigraron desde la India cuando se produjo la partición. Las provincias de Beluchistán y Frontera del Noroeste están pobladas por una constelación de tribus, entre las que dominan los pashtunes, que son también la comunidad étnica más numerosa en Afganistán. Este mosaico disparatado está unido tan sólo por la fe islámica y, dentro de ésta, existen divisiones sectarias, con frecuencia muy violentas, entre la mayoría suní y la minoría chiíta.
Una de las señas de identidad de Pakistán, quizá la fundamental, es la animadversión hacia la India de la que se escindió, y a quien todos los dirigentes paquistaníes creen culpable de sus males, ahogando en el sentimiento antiindio su incompetencia y corrupción. La disputa por la soberanía de Cachemira es para los paquistaníes esencial. No soportan que un territorio de mayoría musulmana siga vinculado a la odiosa India “hindú” y no al “país de los puros”. Pakistán ha iniciado en Cachemira tres de las cuatro guerras indopaquistaníes: las de 1947-48, 1967 y 1999, ésta última, en torno a Kargil, de baja intensidad. La cuarta, en 1971, fue iniciada por la India y condujo a la secesión de Bangladesh, otro hecho que no se perdona a Nueva Delhi.
El país es pobre, dominado por el feudalismo terrateniente y por la corrupción. Con esa base social no es extraño que los gobiernos civiles elegidos democráticamente hayan tenido una vida efímera, siempre a la sombra vigilante de un ejército que no ha dudado en interrumpir los mecanismos constitucionales cuando lo ha creído conveniente. Así, hace dos años, se produjo la destitución del último primer ministro civil, Nawaz Sharif, por un golpe militar encabezado por el actual presidente, el general Pervez Musharraf.
La ideología radical islámica –impulsada particularmente bajo la dictadura de Zia Ul Haq (1977-88) con la complacencia entonces de los estadounidenses–, las rivalidades étnicas y sectarias, la corrupción política y el estancamiento económico han llevado a Pakistán a una situación lamentable. Debido a la paranoia antiindia que inspira el comportamiento de todos sus gobernantes, sean civiles o militares, Pakistán ha descuidado por completo la vertebración social y la prosperidad económica en aras del militarismo. El presupuesto paquistaní de defensa es el segundo más alto del mundo en proporción a la renta por habitante, precedido únicamente por Corea del Norte. En 1998, respondiendo a las pruebas nucleares indias, Pakistán se manifestó como potencia nuclear con cinco ensayos atómicos. Este programa, costosísimo, sólo fue posible gracias al apoyo de China.
Pakistán es un país desvertebrado y falto de cohesión social, desprovisto de una clase política honrada y competente, entregado a la hegemonía de los militares y de los todopoderosos servicios secretos, lastrado por la pobreza, la polarización social, la corrupción y el feudalismo, fácil presa del fundamentalismo religioso, terreno abonado para la violencia y el fanatismo. Su territorio está corroído por todos los gérmenes de la inestabilidad y, sin embargo, dispone de armas nucleares y de la posibilidad teórica de utilizarlas. Unas armas letales que, en caso de desestabilización, podrían caer en manos de extremistas incontrolables. Todo ello hace de Pakistán un elemento de constante preocupación para sus vecinos y, a la vez, o quizá debido precisamente a ello, una pieza delicada y fundamental para los equilibrios geoestratégicos en Asia y en el mundo.
La política exterior paquistaní
La oposición a la India, en la que ven una constante amenaza a la identidad paquistaní, constituye un elemento determinante para intentar comprender las percepciones de seguridad de las elites civiles y, sobre todo, militares. Existe una auténtica obsesión por la India, hasta el punto de que, en los foros internacionales, en caso de duda, los dirigentes paquistaníes esperan a conocer la posición de Nueva Delhi ante cualquier asunto, por trivial que parezca, para ponerse automáticamente en contra. Detrás de todo esto, existe un gran complejo de inferioridad. Desde la partición, Pakistán siempre ha sido el “hermano menor” de un coloso territorial, demográfico y militar, y con un potencial económico muy superior.
La frustración de los paquistaníes frente a su vecino viene dada por su incapacidad para arrebatarle Cachemira, el más potente y peligroso símbolo de la rivalidad entre ambas potencias nucleares. Haciendo una breve síntesis, el conflicto comienza cuando este Estado, con soberano hindú y mayoría de población musulmana, se negó en un principio a optar por la India o Pakistán en el momento de la partición, tal como se había convenido con el colonizador británico. Ante las muestras de debilidad en el maharajá Hari Singh, grupos tribales del noroeste paquistaní, bajo inspiración gubernamental, invadieron el territorio. Alarmado, maharajá pidió auxilia a la India. Nehru se apresuró a concedérselo con la condición de que estampase su firma en el instrumento de accesión. Incorporada formalmente Cachemira a la India, la primera guerra indo-paquistaní terminó en tablas, con una línea de alto el fuego separando a la porción controlada por Pakistán (un 35 por cien, aproximadamente) del resto bajo dominio indio. En 1948, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas dictó una resolución estableciendo la obligatoriedad de consultar a la población de Cachemira sobre su futuro. Nueva Delhi nunca aceptó esta resolución, en la que Islamabad fundamenta la legitimidad de sus pretensiones, y se ampara en el mencionado instrumento de acceso.
La segunda guerra indo-paquistaní tuvo lugar en 1967, y terminó en un armisticio bajo arbitraje soviético. La tercera guerra (1971) se libró en tierras de Bengala y sólo afectó mínimamente a Cachemira, pero la victoria militar sirvió a Indira Gandhi para imponer a Zulfiqar Ali Bhutto los acuerdos de Simla, en 1972. Lo más importante de estos acuerdos, siempre invocados por la parte india cuando se trata de Cachemira, fue el compromiso paquistaní de aceptar una solución pacífica negociada en un marco estrictamente bilateral. Con ello la India cerraba el paso a la eterna pretensión paquistaní, que hoy continúa, de llevar el contencioso a los foros internacionales.
Los graves errores de la administración india en Cachemira y el recurso al fraude electoral provocaron, en 1990, una insurrección popular antiindia, azuzada desde el primer momento por Pakistán. En doce años han muerto en Cachemira más de 30.000 personas, víctimas tanto de la represión militar india como del terrorismo de los grupos armados independentistas propaquistaníes. Hay que señalar que, junto a los sectores afines a la India, más bien escasos, o a Pakistán un fuerte grupo de la población cachemir se inclina por la independencia, opción que ni Nueva Delhi ni Islamabad aceptan.
El penúltimo episodio del enfrentamiento indopaquistaní en Cachemira se produjo en 1999, un año después de que ambos países efectuasen sus pruebas nucleares. El mundo contuvo la respiración, pero afortunadamente el conflicto se resolvió sin este apocalíptico recurso. Los militares paquistaníes creyeron, una vez más, poder aprovechar un momento de debilidad de la India y desencadenaron una masiva “infiltración” de guerrilleros, con apoyo de tropas regulares, en el sector de Kargil, a más de 4.000 metros de altura, en una zona casi inaccesible. Con graves dificultades el ejército indio logró desalojar, con bombardeos de aviación, a los guerrilleros y soldados paquistaníes. Por primera vez, EE UU y la mayoría de la comunidad internacional se pusieron de parte de la India y exigieron la retirada del agresor paquistaní.
La insurgencia armada y el terrorismo indiscriminado instigado por los paquistaníes siguen azotando Cachemira, como demuestra el atentado suicida contra la asamblea legislativa de Srinagar, el pasado 1 de octubre. Mal momento para actos terroristas. Muy a su pesar, los dirigentes paquistaníes se vieron obligados a condenar “de boquilla” un terrorismo que ellos mismos orquestan; la India, por su parte, aprovechó el incidente para intentar desacreditar a su adversario, sin atender a la situación interna que atraviesa el disputado territorio.
Si Cachemira y la confrontación con la India constituyen el eje fundamental de la política exterior paquistaní, Islamabad ha tenido que buscar en su frontera noroccidental la “profundidad estratégica” necesaria para hacer frente con ciertas posibilidades a su adversario del Este. Por ello se ha dicho, con razón, que la política paquistaní respecto a Afganistán está condicionada por su confrontación con la India.
Por qué Pakistán necesita a Afganistán
Existe, desde luego, un elemento endógeno de gran importancia para Islamabad en Afganistán. Además de la amenaza geoestratégica que plantea una larga y porosa frontera en el noroeste, se da la circunstancia de que el 35 por cien de los afganos son de etnia pashtún, la misma que comparten con un importante sector paquistaní en las provincias de Beluchistán y la Frontera del Noroeste. El sueño del “Pashtunistán”, estimulado por sectores irredentistas afganos, preocupa a Pakistán, que ve con aprensión la hipótesis de que una parte del país pudiese desgajarse.
De ahí que la política exterior paquistaní respecto a Afganistán haya perseguido siempre situar en Kabul a un gobierno amigo o, como mínimo, no hostil, favoreciendo a los pashtunes afganos sobre las restantes minorías étnicas con el fin de amortiguar eventuales designios irredentistas. El experimento de los talibán es el último ejemplo de la descarada injerencia paquistaní en el país vecino, lo que les ha servido para poder concentrar el grueso de sus efectivos militares en la frontera con la India. Además, Islamabad ha podido utilizar el territorio afgano como centro de formación ideológica y de entrenamiento militar de los insurrectos cachemires reclutados por el ISI.
La política de profundidad estratégica de Islamabad comienza en Afganistán, y le ha dado excelentes rendimientos bajo el régimen de los talibán. Su más que probable derrocamiento y sustitución por un régimen en el que ejerciese influencia importante la llamada Alianza del Norte, cuyo resentimiento antipaquistaní es tan fuerte como comprensible, estremece a los dirigentes de Islamabad que ven que la colusión de los talibán con Bin Laden echará por la borda todos estos años de “esfuerzos afganos”.
Pero Afganistán no es más que la primera –y esencial– pieza en un juego diplomático mucho más ambicioso, que se proyecta hacia Asia central, el golfo Pérsico y el mundo árabe-islámico. Con esta proyección, Islamabad pretende dotarse de una política exterior de grandes dimensiones, alejarse de un Asia meridional bajo la hegemonía de su enemiga, la India, y proyectarse hacia el Oeste, en busca de recursos económicos (petróleo, hidrocarburos, minerales y materias primas, mercados…), solución de problemas sociales (emigrantes paquistaníes en el Golfo) y estrechar lazos religiosos y culturales: reafirmar su identidad islámica y recabar –con moderado éxito– la solidaridad fraternal de los pueblos musulmanes. Este entramado de relaciones podría verse perjudicado con la probable pérdida del punto de apoyo afgano.
En esta política, Islamabad ha encontrado en la monarquía saudí a uno de sus principales aliados. Arabia Saudí ha sido para Pakistán fuente de financiación, proveedor de petróleo y aliado en los celos misioneros islámicos. Los Emiratos Árabes Unidos son también un importante socio, dando acogida a centenares de miles de emigrantes paquistaníes.
Las relaciones de Pakistán con Irán están enrarecidas tanto por razones religiosas –confrontación entre suníes y chiítas– como por los intereses contrapuestos de ambos países en Afganistán. Junto a Rusia, la India y las repúblicas ex soviéticas de Asia central, Teherán apoya a la Alianza del Norte y no dejará de aprovechar la actual coyuntura para tratar de incrementar su influencia a costa de los paquistaníes. Islamabad tiene motivos de preocupación por la clara mejoría de relaciones entre Irán y la India.
China es otro aliado fundamental para Pakistán. Durante la segunda fase de la guerra fría, y a partir de la ruptura sino-soviética, Pekín fue uno de los principales valedores de Pakistán, prestándole su apoyo diplomático, económico y tecnológico frente a la India. Sin la asistencia de China el programa nuclear de Pakistán nunca hubiera sido posible.
Este país desempeñó un destacado papel de mediador en el proceso que condujo al acercamiento sino-estadounidense. Tras la firma por Indira Gandhi y Leonidas Breznev del tratado de amistad indo-soviético, en vísperas de la guerra de Bangladesh, China y EE UU corrieron paralelamente en ayuda de Pakistán, y advirtieron a Nueva Delhi frente a la tentación de aprovechar la derrota militar paquistaní en Bengala para desmembrar a su vecino en el Oeste, lo que en aquel momento habría sido posible. Pakistán agradeció a ambas potencias su apoyo contribuyendo a aproximarlas. Alí Bhutto acogió en Pakistán un encuentro secreto entre Zhou Enlai y Henry Kissinger, que precedió al histórico viaje de Richard Nixon a Pekín, en 1973.
Tras el fin de la guerra fría, China mejoró sus relaciones con la India, equilibrando de algún modo su alianza preferente con Pakistán, al que Pekín sigue considerando un importante socio estratégico. Sin embargo, la asociación con los talibán y el apoyo de éstos a la guerrilla secesionista islámica de Xinjiang puede ensombrecer las futuras relaciones. Aun así China puede estar interesada en corregir junto con Pakistán un retorno excesivo de la influencia rusa –e india– en Asia central resultante del cambio de régimen en Kabul. Pero el interlocutor más significativo tanto para Pakistán como para la India, es, sin duda, Estados Unidos.
En las décadas que siguieron a la independencia paralela de la India y Pakistán, Washington no mostró excesivo interés por Asia meridional, entonces de carácter secundario para sus prioridades estratégicas. En 1954, Pakistán firmó su primer acuerdo de cooperación defensiva con EE UU, pero su contenido era poco satisfactorio para los paquistaníes, ya que únicamente extendía garantías de seguridad en caso de “agresión comunista”, lo que excluía un conflicto bilateral con la India. Por eso Washington se mantuvo neutral en la guerra indopaquistaní de 1967, como ya había hecho en 1947-48.
EE UU y el subcontinente
Pakistán firmó en 1955 el pacto de Bagdad, junto a Turquía, Irak e Irán, bajo patrocinio británico y estadounidense. La retirada iraquí tras el golpe militar baasista de 1958 redujo a tres el número de miembros de la Organización del Tratado Central (Cento), que se insertó en la red estadounidense de alianzas regionales de contención del comunismo con la OTAN, la Organización del Tratado del Sureste Asiático (Seato, en sus siglas inglesas) y el Anzus (siglas formadas con las iniciales en inglés de Australia, Nueva Zelanda y EE UU, con las que se conoce el tratado de seguridad mutua, firmado por esos tres países; y al que Nueva Zelanda renunció en 1986.)
La implicación estadounidense en los conflictos de Indochina, especialmente desde la llegada al poder de Richard Nixon y Henry Kissinger en 1968, llevó a Washington a considerar, por primera vez, la importancia estratégica de Asia meridional y, ante la aprensión que la India neutralista y filosoviética de Indira Gandhi les suscitaba, el acercamiento a Pakistán como peón de gran valor en el juego estratégico regional propició un acercamiento que se puso en evidencia cuando Washington envió una flotilla al golfo de Bengala, en un vano intento de disuadir la victoriosa cooperación militar contra los paquistaníes en lo que sería Bangladesh. Como ya vimos, la crisis de Bangladesh y la coincidencia de intereses entre Washington y Pekín para evitar el hundimiento total de Pakistán y el reforzamiento indio, supuso el comienzo de la aproximación sino-estadounidense, uno de los principales hitos en la guerra fría, en el que los paquistaníes desempeñaron un papel destacado.
Pero sería a finales de los años setenta, con la invasión soviética de Afganistán, cuando Pakistán se convertiría en aliado estratégico de los estadounidenses. Bajo la dictadura del general Zia Ul Haq, EE UU utilizó a Pakistán como base de operaciones para forzar la retirada de los soviéticos. Con las facilidades dadas por Pakistán, en lo que sería la época dorada del ISI, grupos radicales fundamentalistas afganos, cachemires, paquistaníes, árabes y de toda procedencia fueron armados por los estadounidenses, financiados por los saudíes y entrenados por el régimen militar paquistaní.
Éste último cobró con creces su colaboración. EE UU cerró los ojos ante el recrudecimiento del terrorismo de inspiración paquistaní en Cachemira y dejaron proliferar por todas partes a los grupos más radicales del extremismo islámico, en una insensata pretensión de utilizarlos como trinchera frente al comunismo prosoviético, estrategia cuyos desastrosos r e s u l t a d o s tenemos hoy a la vista.
Con la retirada soviética de Afganistán y el fin de la guerra fría disminuyó la importancia estratégica de Pakistán para EE UU, ya que se comenzó a advertir los riesgos de la proliferación nuclear en el subcontinente, aunque la colaboración de China en el programa nuclear paquistaní venía de antiguo. En mayo de 1998, EE UU y el resto del mundo asistieron atónitos a las pruebas nucleares de la India y a las que, pocos días después, efectuó Pakistán como respuesta. Lejos de haber contribuido a la distensión subcontinental, Washington había fracasado en su intento de mantener desnuclearizada a esa conflictiva región.
La administración Clinton respondió al desafío imponiendo sanciones económicas, comerciales y tecnológicas a ambos países rivales, unas sanciones que hicieron más daño a la débil economía paquistaní que a la más resistente de su vecino y adversario. Los paquistaníes veían impotentes cómo Washington abandonaba su anterior padrinazgo en aras de mejorar sus relaciones con una India, cuya apertura económica ofrecía grandes oportunidades y su importancia estratégica se incrementaba como eventual contrapeso en Asia a los designios hegemonistas de China. El más doloroso síntoma lo percibieron los dirigentes paquistaníes cuando, tras la violación por guerrilleros y tropas regulares paquistaníes de la línea de control de Cachemira en el sector de Kargil, Washington les conminaba a una humillante retirada y se alineaba diplomáticamente con la India agredida.
Tras los atentados que Bin Laden y su red terrorista realizaron contra sus embajadas en Kenia y Tanzania, Washington se dio cuenta del siniestro monstruo que saudíes y paquistaníes habían dejado crecer en Asia central. El repudio internacional a la barbarie de los talibán obligó a EE UU a presionar a Islamabad para distanciarse del régimen afgano por ellos creado.
Los atentados del 11 de septiembre y la crisis desencadenada con epicentro en Afganistán llevan de nuevo a Washington a revisar su estrategia en Asia central y meridional, con particular atención al binomio indo-paquistaní. Mientras se desarrolla la operación de castigo en Afganistán, Washington parece haber adoptado frente a los paquistaníes una política entre el palo y la zanahoria. El palo viene dado por el ultimátum de hecho impuesto al general Musharraf para colaborar con la alianza antiterrorista o alinearse con el bando de los enemigos. Eso acarreará una doble derrota estratégica para los paquistaníes.
Pakistán sufrirá la pérdida de su predominio político en Afganistán –los afganos antitalibán detestan a los paquistaníes– y, en el mejor de los casos, podría aspirar a la constitución de un régimen de reconciliación, multiétnico y no hostil. Segundo, el repudio universal frente al terrorismo supondrá para Islamabad la renuncia a seguir entrenando a grupos armados de toda procedencia para ejecutar acciones violentas y matanzas indiscriminadas en la Cachemira india.2 Washington y la comunidad internacional tienen interés, no obstante, en evitar una humillación pública de Musharraf ante unos ciudadanos que, como estamos viendo, puede volverse fácilmente contra el régimen y provocar una seria desestabilización con perniciosos efectos.
Aunque el papel de la India esté un tanto ensombrecido por el protagonismo de los paquistaníes como “país de primera línea” ante el epicentro afgano, a Washington le interesa mantener las mejores relaciones posibles con Nueva Delhi. La India puede desempeñar un papel constructivo en el período de solución política de la crisis y debería ser invitada por EE UU a actuar con moderación y a no intentar aprovecharse de las graves dificultades de su adversario histórico. A fin de cuentas, y pese a los nostálgicos del ultranacionalismo hindú que quisieran volver a la “Gran India”, la existencia de un Pakistán estable y que contribuya al equilibrio regional interesa, en primer lugar, a la propia India que, no olvidemos, tiene una importante minoría musulmana. Por ello, debería, como prueba de buena voluntad, aceptar la existencia de un contencioso respecto al futuro de Cachemira que tendría que negociar no sólo con Pakistán sino también –y sobre todo– con representantes auténticamente democráticos de la población autóctona.
De esta manera, en el caso previsible de que la crisis concluya con el derrocamiento del régimen talibán y su sustitución por un gobierno multiétnico y de reconciliación nacional, neutral y no hostil a ninguno de sus vecinos, Pakistán sufrirá un descalabro en sus aspiraciones de profundidad estratégica. EE UU y la comunidad internacional deben convencer a Islamabad de que su absurdo e irrealista sueño de “paridad estratégica” con la India es irrealizable.
El mantenimiento en los niveles actuales de los arsenales nucleares indio y paquistaní podría incluso representar un factor de equilibrio, siempre que se evitase su desarrollo ulterior, el despliegue de cohetes y otros vectores susceptibles de transportar bombas nucleares y su proliferación a otros Estados de la zona podría contribuir a la estabilidad regional.3 La India puede ser un importante contrapeso geoestratégico frente a los designios hegemonistas de China en Asia. Su aceptación de la estabilidad de Pakistán y de la necesidad de negociar una solución equitativa para el conflicto de Cachemira podría verse “recompensada” con el reconocimiento internacional de su posición de potencia regional de primer orden, mediante la admisión de su reivindicación de convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en la hipótesis de una reforma y ampliación de ese organismo.
La existencia de los respectivos arsenales nucleares con suficiente nivel disuasorio, lejos de ser un hecho desestabilizador, podría constituir una doble garantía de seguridad: para la India, frente a las percepciones de una amenaza china; para Pakistán, como protección de su existencia independiente frente a cualquier tentación irredentista de la India.
Pakistán es un aliado débil y reticente para una operación militar en torno a Afganistán. Musharraf tiene evidentes dificultades para imponer su colaboración con la alianza antiterrorista a su opinión pública e incluso a los sectores más duros del ejército y del ISI. Una depuración interna de elementos fundamentalistas, filoterroristas o involucrados en el gran negocio talibán del tráfico de opio no será nada fácil.
Ciertos analistas, inspirados probablemente por el optimismo de la voluntad, han querido ver en Musharraf una especie de De Gaulle del Punjab, que modernizaría el país, lo conduciría a una transición democrática y se concentraría en las urgencias prioritarias de una economía desfallecida. Esta visión es demasiado generosa para el general golpista. No obstante, hay que reconocer que Musharraf ha tenido algunos gestos, anteriores al 11 de septiembre, como la aproximación a la India que protagonizó en julio con la cumbre de Agra (India) y su intento, poco afortunado, de comenzar un período de distanciamiento con los talibán y sus aliados paquistaníes. La fuerza de los acontecimientos parece obligarle ahora a hacer de la necesidad virtud y obtener un margen de confianza.
El Pakistán de Musharraf es un aliado tan necesario como problemático: sería conveniente hacerle entender que si está dispuesto a modernizar su país y a llevarlo por cauces más democratizadores, la comunidad internacional se lo reconocería con un fuerte programa de apoyo económico. Lo que sería irresponsable es transmitir a Islamabad la disponibilidad para hacerle “compensaciones” políticas por ese apoyo, sea en Afganistán o en Cachemira.
El perdón de los pecados exige no sólo el cumplimiento de la penitencia sino, además, el propósito de enmienda. La penitencia la tiene Pakistán asegurada con la pérdida de sus bases políticas y estratégicas en Afganistán. El compromiso inequívoco de renunciar para siempre a la utilización de grupos terroristas sería el mejor propósito de enmienda. Habrá que vigilar de cerca el comportamiento de un aliado de tan dudosa trayectoria, con tantas vulnerabilidades presentes y que, sin embargo, será una pieza necesaria para los equilibrios del futuro.