Una errática estrategia frente a los extremistas nacionales y los talibanes afganos ha puesto al límite a la sociedad, el gobierno y el ejército pakistaníes. El país necesita ayuda internacional, pero antes los líderes deben reconstruir la voluntad del Estado por controlar su territorio.
Llegar hasta el palacio presidencial de Asif Ali Zardari, situado en el corazón de Islamabab, supone una carrera de obstáculos. La antaño sosegada capital de Pakistán, poblada de burócratas y diplomáticos, se encuentra ahora sembrada de barreras de hormigón, barricadas, controles, policía armada y soldados. Los recientes atentados suicidas la asemejan más que nunca a Bagdad o Kabul. En el primer control, a unos tres kilómetros del palacio, me toman el nombre y el número de matrícula. Aún tendré que vérmelas con otros siete controles en el trayecto.
El presidente no abandona el palacio, a excepción de los desplazamientos en helicóptero al aeropuerto con motivo de algún viaje al extranjero. Siente su vida amenazada por los talibanes pakistaníes y Al Qaeda quienes, en diciembre de 2007, asesinaron a su carismática esposa, Benazir Bhutto, entonces la única y auténtica líder nacional del país. El aislamiento de Zardari no ha hecho más que alimentar su creciente impopularidad, su indecisión y la sensación generalizada de que está desconectado de la realidad. Si bien la mayoría de los pakistaníes considera que los talibanes representan la mayor amenaza para el Estado desde su reorganización, el presidente, el primer ministro y el jefe del ejército han mantenido hasta hace poco una postura de negación de la realidad.
“Aún no somos un Estado fallido, pero podríamos llegar a serlo en el plazo de una década si no recibimos ayuda internacional para combatir la amenaza talibán”, dice con indignación Zardari, destacando el hecho de que, frente a los más de 11.000 millones de dólares…