Primavera de 1987: Yugoslavia, semiolvidada desde la des- aparición de Tito, atrae súbitamente los focos de la actualidad. Las huelgas, un fenómeno jamás admitido en un país socialista, sacuden el país entero. El edificio federal, debilitado por una larga crisis, se resiente por la ausencia de una autoridad cierta y reconocida, por las veleidades escisionistas, tanto de los más débiles como de los más fuertes, y por un espíritu de fronda liberal. Una sorda inquietud se percibe entre bastidores y hace pensar en la amenaza de una intervención del Ejército yugoslavo en su propio país. Esta hipótesis es difícilmente concebible, sin embargo, en un conglomerado de pueblos que no aceptarían ser contenidos por la fuerza ni disciplinados férreamente en tanto que el nivel de vida se mantenga de forma tan lamentable.
Tres religiones, de ellas dos cristianas y la tercera musulmana, constituyen la trama de cinco pueblos eslavos uncidos al carro del socialismo yugoslavo autogestionario y no alineado. ¿Por qué seis Repúblicas y sólo cinco nacionalidades? Bien sencillo: No se ha considerado ridículo que, en la más heterogénea de todas ellas, Bosnia-Herzegovina se constituya una nación musulmana que agrupa a los creyentes del Islam bajo las fruncidas cejas de Marx.
Para satisfacer a las minorías se las dota de Gobiernos autónomos iguales en todo a los de las Repúblicas. El desorden se generaliza; cada cual tira por su lado, pues los intereses son diametralmente opuestos; mas todo el mundo queda descontento, buscando al “culpable”, bien de su pobreza y de su falta de libertades, bien de la injusticia social, aunque sea socialista; y la solución no se adivina, pues bajo ningún concepto podría serlo recurrir al Ejército. Sobre todo, cuando no se sabe qué pensaría el Kremlin que, según prueba la historia, prefiere emplear sus propias tropas por considerar que…