La OTAN dista de ser la expresión monolítica de una identidad única. La historia de la Alianza está salpicada de crisis internas, incluso durante el periodo de glaciación de la guerra fría. Las querellas transatlánticas constituyen casi un subgénero de la literatura política. La última crisis siempre resulta ser definitiva y sin precedentes.
Las tensiones en torno a la guerra de Irak habrían sido de naturaleza tectónica. Las placas continentales entre Europa y América se habrían separado de modo inexorable. Sin embargo, lo mismo podría haberse dicho de la crisis de Suez en 1956, cuando Estados Unidos buscó activamente la derrota militar de sus principales aliados, Reino Unido y Francia. O bien de la decisión del general Charles de Gaulle de retirar a Francia de la estructura militar integrada de la OTAN en los años sesenta, los intentos de la administración Nixon de definir una nueva relación transatlántica en los años setenta, el episodio de los euromisiles en los ochenta o la guerra de Kosovo en la última década del siglo XX.
Las instituciones, decía Jean Monnet, se hacen en las crisis y son la suma de las soluciones aportadas a esas crisis. A un periodo de tribulaciones suele suceder otro de reformas. Crisis tras crisis, la OTAN ha sabido reinventarse a lo largo de su historia. De una alianza militar cuyo objetivo era defenderse de la agresión soviética, la OTAN se ha transformado en un actor de seguridad complejo, a medio camino entre un instrumento militar y un foro de estabilidad internacional.