Durante años, muchos años, las relaciones económicas y los intercambios comerciales entre América Latina y España fueron tan escasos que hubo que echar mano de una retórica de mampostería –“madre patria” y “naciones hermanas”– para justificar unas relaciones especiales. Esa retórica ocultaba los trapos sucios de nuestra debilidad económica y contradecía los propósitos de unas políticas nacionalistas autárquicas que agrandaban la separación geográfica entre las dos orillas del Atlántico.
Bastó con que en América Latina y en España el modelo de economías autosuficientes se desvaneciese, en especial durante la década de los noventa, para que el ritmo de intercambio de mercancías y, sobre todo, de capitales brindase una nueva realidad. El desarrollo económico y la cooperación prevalecieron ante las esperanzas que se abrían con un proceso de integración. España se convertía en protagonista relevante en el desarrollo de Argentina, México y Brasil, pero también de otras naciones medianas. Los lemas de la vieja retórica se venían abajo sin que España reinventara ninguna reconquista: simplemente se comportaba como un inversor en busca de una rentabilidad, convencido de que el potencial de crecimiento latinoamericano compensaba la asunción de los riesgos, sin perder de vista los factores culturales, entre ellos el idioma, favorecedores de su despliegue.
En efecto, América Latina se había embarcado en un programa de reformas políticas y económicas. La democracia era la fórmula de gobierno elegida y la liberalización económica el camino a seguir. El compromiso de una política fiscal saneada y austera, y de una política monetaria que mantuviese a raya la inflación garantizarían la estabilidad económica y el resurgir de las iniciativas empresariales. La sociedad civil contaría con el respaldo necesario para contrarrestar los intereses creados de quienes habían patrimonializado la creación de riqueza en provecho propio o disfrutaban del poder político sin restricción. Todo esto sucedió antes…