Órdenes internacionales
“Dios te ha dado tu país como cuna, y la humanidad como madre. No es posible querer como es debido a los hermanos de leche si no se quiere a la madre común”. La frase del italiano Giuseppe Mazzini tal vez rechine en una época en que solidaridad y nacionalismo se contraponen. Pero esa noción se encontró en el seno de gran parte de los proyectos internacionalistas del siglo XIX e incluso los del XX. Hasta la Unión Europea, en su origen, operó como un paraguas comunitario que potenciaba la soberanía individual de sus miembros.
En Londres, Mazzini conocería a otro revolucionario opuesto a su concepción de la emancipación nacional bajo un sistema económico capitalista. No era otro que Karl Marx, promulgando un internacionalismo revolucionario basado en la emancipación de la clase trabajadora. El choque entre estos dos proyectos constituye uno de los ejes conductores de Gobernar el mundo, escrito en 2012 por el historiador británico Mark Mazower y traducido recientemente por Barlin Libros. El autor, catedrático en la universidad de Columbia y presencia recurrente en The Guardian y Financial Times, narra las distintas ideas y proyectos internacionalistas surgidos para intentar encauzar el destino de la humanidad. Un estudio de referencia para los especialistas en relaciones internacionales, disciplina relativamente nueva en España y que tiene su origen, como apunta el libro, en el mundo anglófono y la pulsión por mantener imperios.
No era poco, señala Mazower, lo que las visiones de Mazzini y Marx compartían: “en particular, la comprensión fundamental de la nación como piedra angular de cualquier orden internacional”. Les unía también el exilio en Londres, resultado de su oposición al sistema reaccionario impuesto por el Concierto de Europa y la Santa Alianza tras la derrota de Napoleón. La narración de Mazower arranca precisamente con la creación de este primer organismo internacional –un mero pacto antirrevolucionario entre las grandes potencias europeas–, al que no solo se opusieron los exiliados londinenses. Pacifistas, librecambistas, científicos y abogados plantearon sus respectivas cosmovisiones –casi siempre muy naifs– como alternativas al conservadurismo de Metternich y Castlereagh.
Con la guerra de Crimea (1853-1856) el Concierto comienza a resquebrajarse desde dentro. Tras la Primera Guerra Mundial surge un intento más ambicioso de construir una comunidad internacional para impedir nuevas catástrofes, esta vez con respaldo –después retirado– de Estados Unidos. Resurge el conflicto entre Mazzini y Marx, representados respectivamente por el presidente Woodrow Wilson –cuyos 14 puntos plan se basan en otorgar libertad a las diferentes naciones europeas, un principio que no se aplica a sus colonias– y el internacionalismo revolucionario que encarnan Lenin y la Unión Soviética. En vez de despachar a la Sociedad de las Naciones con los argumentos habituales sobre su ineficacia, Mazower elogia los servicios técnicos de la organización, que cumplirían una función importante de colaboración internacional e influyeron en el posterior desarrollo de las Naciones Unidas.
La segunda mitad de Gobernar el mundo examina el papel de la ONU y su relación con EEUU –su principal artífice, y también la potencia que más ha manipulado la organización–. Aunque abunda en detalles sobre la institución, Mazower evita un relato plomizo sobre batallas burocráticas, pivotando a cuestiones como la adopción de proyectos económicos durante la Guerra Fría (desarrollismo en los años 60, neoliberalismo en los 80) para afianzar la hegemonía estadounidense. Se agradece que el autor huya de lugares comunes: Dag Hammarskjöld, segundo Secretario General de la ONU, no queda retratado de manera hagiográfica –su apoyo al anticolonialismo, por ejemplo, fue más débil que el de su sucesor U Thant–.
El capítulo que más destaca tal vez sea el último, crítico con el giro neoliberal de los años 80 y la respuesta a la crisis de 2008 tanto en EEUU como la UE. Esta última, convertida a club de reducción de deuda, ha abandonado la altura de miras con que la concibieron líderes como Altiero Spinelli. Mazower carga contra las vacas sagradas de la gobernanza internacional –empezando por el propio concepto de “gobernanza”– y lamenta la fragmentación de nuestras sociedades, cada vez más incapaces de concebir proyectos ambiciosos que escapen a las anteojeras de los mercados. Es una lástima que el libro no adoptase un tono similar durante las 500 páginas anteriores –circunscrita al capítulo final, esta llamada a las armas queda como un exabrupto algo apresurado.
La principal limitación de Gobernar el mundo tiene que ver con su anglocentrismo. La narración de Mazower está tan centrada en el Imperio británico y EEUU que en ocasiones peca de miopía. Por ejemplo, cuando elogia los “credenciales anticoloniales” del líder surafricano Jan Smuts. O cuando asume la narrativa oficial, pero en absoluto veraz, de EEUU como país opuesto al intervencionismo militar y el colonialismo (las Filipinas, vendidas por España tras la guerra de 1898, fueron testigo de una ocupación particularmente salvaje). Un enfoque más amplio hubiese permitido, sin ir más lejos, analizar las imprescindibles contribuciones latinoamericanas al terreno que estudia: desde el PNUD a la teoría de la dependencia, pasando por un internacionalismo cubano que, frente a EEUU, ofreció una reedición más nítida del conflicto Marx-Mazzini que la URSS de Stalin.
Es una lástima que a un autor capaz de retratar de manera excepcional las atrocidades cometidas por europeos en Europa –y de concluir, acertadamente, que era éste el continente oscuro– le falte fuelle en este frente. Pese a ello, Para gobernar el mundo es un estudio contundente, bien desarrollado y escrito –aunque el adjetivo “decimonónico” recurre con una frecuencia que este reseñista llegó a encontrar frustrante. En un momento en que el orden internacional creado por EEUU amenaza con saltar por los aires, el libro de Mazower cobra especial importancia.