El momento no podría haber sido más sorprendente. El 3 de abril de 2022, casi seis semanas después de que el ataque del presidente ruso, Vladímir Putin, a Ucrania hubiera revigorizado y reunificado aparentemente el Occidente democrático liberal, el primer ministro húngaro Viktor Orbán resultó elegido con holgura para su cuarto mandato consecutivo, y el quinto en total. Aunque Orbán lleva mucho tiempo emulando a Putin y preside un régimen cada vez más autoritario –y aunque se enfrentaba por primera vez a una oposición unida en su mayoría–, no tuvo muchos problemas para ganar, al obtener más del 53% de los votos y ampliar su mayoría en el Parlamento. Tras la retirada de la canciller alemana Angela Merkel, Orbán también ostenta ahora la dudosa distinción de ser el jefe de gobierno que más tiempo lleva en el cargo en la Unión Europea, supuesto bastión de los derechos humanos y la democracia.
El resultado de las elecciones ha sorprendido a observadores de Europa y Estados Unidos. En las primeras semanas de la guerra contra Ucrania, Orbán se había negado de manera notable a permitir el transporte de armas occidentales por territorio húngaro y había descartado las sanciones a la energía rusa. Dada la incómoda proximidad del líder húngaro con el Kremlin –el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, se ha referido a la Hungría de Orbán como una “sucursal rusa en Europa”– y la determinación de la oposición húngara, muchos pensaron que a Órban se la había ido la situación de la mano. Además, estas predicciones encajaban con la confianza creciente en Estados Unidos y Europa Occidental de que el régimen de Putin estaba enfrentándose finalmente a su sino, retrasado por largo tiempo pero predestinado, socavándose a sí mismo de la forma en que lo hacen todas las autocracias, tarde o temprano.
La creencia en la inevitabilidad de la autodestrucción autocrática prevalecía al final de la Guerra Fría, y la hasta ahora catastrófica guerra de Rusia contra Ucrania la ha reavivado. Los errores de cálculo de Putin, según esta teoría, se deben, al menos en parte, a que el líder ruso no dispone de información precisa, ya que la élite militar y de seguridad de la que depende de forma crucial tiene demasiado miedo de presentarle lo que ocurre sobre el terreno. En resumen, las autocracias son aparentemente incapaces de admitir errores y, por tanto, de aprender con el tiempo. Como sugirieron una serie de influyentes estudios en la década de 1990, estos regímenes también tienen un desarrollo económico más pobre que sus homólogos democráticos: la interferencia arbitraria, motivada políticamente, y la supresión de la información también perjudican a los mercados. En la actualidad, Rusia –un país que ha fracasado de manera notable en el desarrollo de una economía diversificada y sigue dependiendo en su mayoría de la explotación de los recursos naturales– parece confirmar también esta regla. Desde este punto de vista, no solo el Occidente liberal y democrático se ha unido contra Putin; el propio Putin, con el continuo fortalecimiento de los rasgos autocráticos de su régimen, podría convertirse en su peor enemigo.
Pero la decisiva victoria de Orbán echa por tierra estas ilusiones tranquilizadoras. Después de todo, hace tan poco como a principios de febrero del 2022, las valoraciones occidentales de la propia Rusia eran muy diferentes. Muchos comentaristas destacaron la modernización aparente del ejército ruso, así como estrategias de Putin que parecían inteligentes para acumular reservas de divisas y conseguir que sus socios occidentales, incluida Alemania, apoyaran proyectos geopolíticos nefastos, como el gasoducto Nord Stream 2. Si Putin no hubiera ordenado a sus soldados invadir Ucrania –o si las cosas hubieran ido de otro modo en el ataque inicial–, pocos habrían recuperado la idea de que las autocracias están abocadas al fracaso, como le ocurrió a la Unión Soviética en 1991.
De hecho, las elecciones húngaras del 2022 –la primera gran votación en Europa desde que comenzó la guerra en Ucrania– ponen en tela de juicio cualquier suposición fácil sobre los límites de la autocracia, incluso dentro de la propia Unión Europea. En lugar de debilitarse con el tiempo, Orbán ha confeccionado cuidadosamente un sistema aparentemente inoculado contra la democracia y lo bastante inteligente como para sobrevivir incluso ante los errores políticos. Los observadores internacionales se han centrado en las sucesivas campañas de su gobierno contra los refugiados, George Soros, la Unión Europea y, últimamente, la comunidad LGBTQ. (Después de todo, cada vez que Orbán se ha enfrentado a unas elecciones ha necesitado conjurar una nueva amenaza existencial para la nación). Pero más allá de estas estrategias, que son fáciles de copiar por otros aspirantes a autócratas, está la cuestión más compleja de cómo Orbán, un abogado de formación que se rodea de otros juristas expertos, ha mantenido durante tanto tiempo una fachada de perfecta legalidad –e incluso legitimidad– para su gobierno.
Un monstruo hecho en Bruselas
La clave del éxito de Orbán ha sido siempre lo que podría llamarse una táctica de redundancia dentro de una estrategia más amplia de avances graduales pero sistemáticos hacia el autoritarismo. Así, para constreñir continuamente a la oposición y ampliar su poder, su partido Fidesz presiona en múltiples frentes y prueba diferentes herramientas legales al mismo tiempo. Cuando un enfoque fracasa, el mismo fin puede lograrse por un medio alternativo; cuando hay resistencia –por ejemplo, de la Unión Europea– a una nueva ley cuestionable, el gobierno húngaro hace ajustes cosméticos para atender esas preocupaciones, mientras mantiene su esencia y establece sobre el terreno los hechos políticos que busca. Un ejemplo paradigmático fue la medida húngara, en 2012, de reducir en ocho años la edad de jubilación de los jueces, lo que permitió a Orbán deshacerse de juristas de alto rango que suponían un posible control de su régimen y nombrar a sustitutos afines. La UE, que se supone que es la guardiana del estado de derecho para sus Estados miembros, encontró debidamente el abuso en la medida, pero aunque a los jueces depuestos se les compensó por sus años de servicio perdidos, no se les readmitió: Fidesz consiguió los juristas obedientes que quería.
La definición de éxito, en la vida en general y en el juego de la creación de autocracia en particular, es simple: hacer más de lo necesario. Por supuesto, al principio, cuando Orbán llegó al poder, era difícil predecir qué estrategias permitirían a Fidesz conseguir una mayoría de dos tercios en el Parlamento en cada elección y, por tanto, otorgarle un poder casi ilimitado. Una vez conseguida, esa supermayoría permitía a Orbán cambiar la Constitución a su antojo; si un tribunal encontraba algún fallo en una ley de Fidesz (ahora es extremadamente improbable, ya que los tribunales están controlados por jueces de Fidesz), la ley podía incluirse en la Constitución. Si tú haces la ley, casi nada de lo que quieras hacer puede ser ilegal. Orbán ha hecho así un uso eficiente de lo que el sociólogo Kim Lane Scheppele llama “legalismo autocrático”: las normas y los procedimientos no se violan abiertamente; solo su espíritu tiene una muerte lenta. Cambios legales pequeños en apariencia pueden tener grandes efectos sistémicos. Scheppele también ha acuñado un término memorable para esta dinámica: el Frankenstate. Al igual que el monstruo de Frankenstein fue creado con partes humanas normales, muchos de los elementos individuales del sistema húngaro parecen estar bien; no parecen represivos en sí mismos. Pero ensamblados de una determinada manera, significan el fin de la democracia.
Para obtener una ventaja estructural permanente, el Fidesz ha llevado a cabo un gerrymandering (manipulación de distritos electorales) muy preciso en todo el país. Al tiempo que ha cedido la liberal Budapest, la capital, en gran parte a la oposición. Para promocionar al Fidesz y a sus candidatos, Orbán ha utilizado recursos estatales para financiar una propaganda incesante en época electoral (e incluso fuera de ella). Ha socavado de manera constante a la sociedad civil húngara, siguiendo el ejemplo de Putin al obligar a las ONG a registrarse como “agentes financiados desde el extranjero” y a someterse a auditorías estatales especiales. Ha introducido cambios ad hoc en las leyes electorales para contrarrestar los intentos de la oposición de unirse de forma efectiva, al permitir a los ciudadanos registrarse en cualquier lugar del país y al posibilitar el turismo electoral en zonas donde una mayoría del Fidesz podría verse amenazada. Muchos observadores estiman que un aspirante a lo que se ha convertido de hecho en un Estado de partido único necesitaría obtener alrededor de un cinco por ciento más que cualquier rival del Fidesz para ganar unas elecciones.
Al mismo tiempo, Orbán ha tenido cuidado de no pasar del legalismo autocrático al terreno de un autoritarismo más abiertamente coercitivo que podría haber provocado la intervención de la Unión Europea. Merkel cooperó con Orbán durante más de una década, y la Unión Europea, aunque crítica con la dirección autoritaria de su gobierno, prodigó unos 45.000 millones de dólares al país entre 2014 y 2021. Muchos observadores europeos consideraron que ese apoyo cesaría si hubiera antisemitismo abierto o violencia en las calles. (Pero, a falta de eso, Bruselas simplemente no estaba dispuesta a frenar el Frankenstat).
La destrucción del pluralismo de los medios de comunicación ha sido otra parte importante de la estrategia de Orbán. Los Orbanversteher –la persistente camarilla de defensores internacionales del líder húngaro– nunca dejan de mencionar que en Hungría no hay censura: los periodistas críticos pueden bloguear y escribir informes de investigación condenatorios sobre el gobierno a su antojo. Pero dada la importancia de la televisión estatal y la adquisición sistemática de empresas de medios de comunicación por parte de oligarcas afines al régimen, es sumamente difícil que esos reportajes lleguen a una audiencia nacional.
De hecho, la oposición es incapaz de llegar a alrededor de un tercio del electorado. Durante todo el periodo previo a las elecciones de abril, Peter Marki-Zay, el líder de la oposición, dispuso de un total de cinco minutos para exponer sus argumentos en la televisión estatal, que estaba repleta de propaganda pro-Orbán. Al igual que otros populistas de derechas (muchos de los cuales se presentan como defensores heroicos de la libertad de expresión), Orbán se niega a participar en un debate abierto con cualquier contrincante: es mucho mejor evitar las preguntas difíciles y dar forma a su propio mensaje charlando con periodistas afines al régimen todos los viernes y participando en actos guionizados cuidadosamente donde se encuentra directamente con “el pueblo”. (Es una lección que el Comité Nacional Republicano de Estados Unidos se ha tomado en serio con su reciente decisión de retirarse de la Comisión de Debates Presidenciales, de carácter no partidista, y participar únicamente en debates de su propia creación).
Hombre de familia
La ley es crucial para los autócratas avezados, pero también lo es el dinero. Otro fundamento del sistema de Orbán, y que contrasta con el de Polonia, con el que por lo demás comparte muchas similitudes, ha sido la creación de lo que el sociólogo húngaro Balint Magyar llama un “Estado mafioso”. No se trata de una corrupción banal, como la de los sobres con dinero que cambian de manos por debajo de la mesa. Más bien, se basa en el uso político de las estructuras del Estado y la manipulación de lo que en apariencia son medios legales: en particular, los procesos de contratación pública en los que, extrañamente, solo se presenta un licitador. En la Hungría de Orbán, esto ha significado que el Gobierno ha patrocinado continuamente proyectos sobrevalorados –especialmente en la construcción– para enriquecer las arcas de los oligarcas afines al régimen; muchos de estos proyectos se presentan a la Unión Europea para su financiación.
A través de estos mecanismos, lo que Balint Magyar describe como “la familia política” de los leales a Orbán se mantiene a raya y, a cambio, han hecho favores al régimen, como la adquisición de las empresas de medios de comunicación del país, que de este modo siguen siendo firmemente pro-Fidesz. Incluso las formas más flagrantes de robo por parte de estos oligarcas no son perseguidas, porque el fiscal es un hombre de partido fiel del Fidesz.
Orbán tampoco se ha contentado con limitar su corrupción a la oligarquía al estilo ruso. También ha utilizado amplios acuerdos económicos con la propia Rusia para afianzar su régimen. En un acuerdo cuyos detalles siguen siendo en gran parte desconocidos, el Gobierno de Fidesz ha contratado con Rusia un gran préstamo para financiar la construcción de una central nuclear (que está construyendo una empresa rusa). Rusia también ha ganado la licitación de la tercera línea de metro de Budapest, a pesar de ofrecer estándares más bajos y precios más altos que los demás. Para cubrirse las espaldas con la Unión Europea, Orbán también se ha dedicado a comprar armas a Alemania y a permitir que empresas alemanas como Mercedes, BMW y Audi disfruten de un trato muy favorable en Hungría.
No se trata de que la cuidadosa estrategia de Orbán de legalismo autocrático y arte mafioso de gobernar se base en artes políticas oscuras únicas, ni de que el régimen sea invencible. Pero es ingenuo suponer que la estrategia está destinada a autodestruirse, igual que lo es suponer que lo está la de Putin. También es ingenuo pensar que los adversarios de Orbán tendrán éxito en cuanto revelen cómo funciona el sistema en realidad. Los votantes quieren saber qué alternativas se les ofrecen y qué pueden esperar de un futuro mejor. La oposición unida en Hungría, formada por seis partidos diferentes que van desde el postcomunismo hasta algo parecido a una versión ligera del Fidesz, no ha podido ponerse de acuerdo en ninguna visión positiva (ni siquiera en algo parecido a un gabinete en la sombra, para el caso). Lo único que los mantenía unidos era la oposición a Orbán.
Su problema es nuestro problema
A los observadores internacionales a menudo les ha resultado cómodo concluir que, en última instancia, la gente tiene que resolver sus propios problemas: al fin y al cabo, los húngaros votaron a Orbán y obtuvieron el régimen que eligieron. Si la oposición húngara y lo que queda de la sociedad civil húngara no pueden salvar la democracia, entonces la UE, y mucho menos el Departamento de Estado en Washington, no pueden hacerlo por ellos. Pero tales afirmaciones son engañosas, sobre todo porque los actores externos difícilmente pueden calificarse de neutrales: pensemos en los miles de millones que los países europeos siguen pagando a Rusia por el petróleo y el gas, financiando así la guerra de agresión de Putin. Análogamente, para Hungría, los miles de millones de la UE han sido lo que el petróleo es para los Estados del Golfo: un recurso gratuito y, al parecer, ilimitado que puede utilizarse para el autoenriquecimiento y la compra selectiva de apoyo político.
Durante años, Hungría ha disfrutado de más fondos de la UE per cápita que ningún otro país (en parte porque el gobierno de Orbán presenta muchos proyectos); inadvertidamente, la UE también ha proporcionado una válvula de seguridad, ya que los descontentos, especialmente los jóvenes, pueden emigrar a otras partes de la Unión y buscar empleo, una forma de alivio que no existía durante la Guerra Fría. Este conjunto de factores –subvenciones, emigración y protección de Estados miembros poderosos como Alemania– ha dado lugar a lo que el politólogo R. Daniel Kelemen denomina un “equilibrio autoritario” dentro de la UE.
Tras la última reelección de Orbánm ese equilibrio podría desestabilizarse finalmente: Bruselas empieza a cerrar el grifo. Dos días después de la victoria de Orbán, la Comisión Europea anunció que, debido a la preocupación por la corrupción y el fraude, congelará los fondos de la UE para Budapest, algo especialmente inoportuno en este momento para Orbán, ya que gastó a manos llenas en el periodo previo a las elecciones y ahora tendrá que imponer la austeridad en su país. (Aunque que las restricciones salgan adelante dependerá de si se consigue el apoyo de una mayoría cualificada de los otros Estados de la UE).
Estos esfuerzos ya se han topado con las quejas previsibles de que la Unión pretende castigar a los húngaros por haber votado de manera equivocada. El hecho es que nunca es el momento adecuado para imponer sanciones o retener subvenciones; antes de las elecciones habría parecido político, y después de las elecciones también parece político. Lo mismo ocurre con otras estrategias que deberían haberse intentado hace años, como las medidas para restringir al Banco Internacional de Inversiones, una entidad rusa cuya sede está ahora en Budapest. Hasta ahora, al banco se le ha dejado operar sin una verdadera supervisión, lo que ha permitido abundantes canales para el blanqueo de dinero y la inmunidad internacional para una serie de personajes sospechosos. Y la Ley Global Magnitsky podría utilizarse contra algunos de los corruptos oligarcas húngaros.
Si ahora existe una lucha más amplia entre democracia y autocracia, como sigue señalando el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, las democracias no pueden renunciar a herramientas que podrían contribuir a su causa. Sobre todo, los líderes occidentales deberían dejar de agravar el problema financiando el ascenso de las autocracias a las que dicen oponerse. Y deberían abandonar la ilusión de que esos mismos regímenes se derrumbarán por sí solos, especialmente cuando son subvencionados activamente por las propias democracias.