El periodo de disidencia del movimiento de oposición ha concluido ya en la Unión Soviética. Ha llegado la hora de extraer lecciones y de soñar con el porvenir. Me propongo expresar aquí mi punto de vista. No pretendo que sea el único posible ni tampoco espero que se logre la unanimidad. Sencillamente, como desde mi juventud he consagrado la vida a impugnar la sociedad soviética, es natural que me sienta profundamente interesado por el destino de la lucha de oposición en la URSS.
Se tiene en Occidente la costumbre de llamar «disidentes» a todos aquellos que entran en conflicto con el sistema soviético, su ideología y su estructura de poder, y se encuentran por ello expuestos a la represión. Se encuadra así en el mismo marco a diversas formas de oposición y de impugnación: nacionalista, religiosa, terrorista…, sin hablar del derecho a la emigración de los artistas que sueñan con un público internacional o los autores que difunden sus obras en sam izdats. El término «disidente» (en ruso se dice inakomysliashchi: «el que piensa de otra forma») es muy cómodo para los medios occidentales y para todos aquellos que se interesan de cerca o de lejos por la vida soviética, puesto que basta con aplicar la etiqueta «disidente» a ciertas personas para que todo parezca quedar claro y que estas mismas personas se presenten como figuras excepcionales que rechazan un «régimen atroz» y mantienen una lucha heroica contra él.
Pero decir de un soviético que «piensa de otra forma» es en sí un absurdo. ¿Pensar de otra forma con relación a qué y a quién? ¿A los funcionarios del partido? Entonces es necesario contar entre los disidentes a los millones de ciudadanos soviéticos sobre los que se apoya el régimen. Disidentes de este género se encuentran en gran número en…