Desde la caída del régimen del coronel Muamar el Gadafi, Libia no ha conseguido alcanzar una mínima estabilidad política e institucional. La transición descarriló pronto víctima de las luchas intestinas entre los diversos actores políticos del país, que son expresión de diversos ejes superpuestos de conflicto: ideológico, regional, tribal, étnico. Además, claro está, del principal vector de las disputas: el control de los recursos del noveno país del mundo en reservas petrolíferas. Durante casi una década, Libia ha alternado periodos de relativa calma con cíclicas erupciones violentas, pero con su territorio siempre troceado en múltiples soberanías regidas por decenas de milicias.
Este contexto de caos e inseguridad es el que facilitó que cuajara en una parte de la sociedad libia la promesa de orden del general Jalifa Haftar, a pesar de desprender unos evidentes aires autocráticos. En 2014, tras proclamarse líder del llamado Ejército Nacional Libio, una alianza de milicias y tribus del este del país, se lanzó a la conquista del poder político, aspiración que revistió de una cruzada anti-islamista. Esto le granjeó el apoyo del eje regional formado por Emiratos Árabes (EAU), Egipto y Arabia Saudí, a los que cabe sumar Rusia y Francia. Desde entonces, el país magrebí se halla dividido en dos grandes coaliciones políticas y militares: la liderada por Haftar, fuerte en el este del país, y la representada por el Gobierno de Unidad Nacional (GNA, por sus siglas en inglés), único reconocido por la comunidad internacional como legítimo, y con base en Trípoli.
Erdogan altera la relación de fuerzas
En abril de 2019, Haftar ordenó una ambiciosa ofensiva con el punto de mira puesto en Trípoli. Poco a poco, el ambicioso oficial consiguió ampliar el territorio bajo su control haciéndose con el sur del país, con las terminales petrolíferas del golfo de Sirte,…