Ogros políticos modernos
Los ogros hacen lo que solo los ogros pueden,
hechos imposibles para el común de los mortales…
W.H. Auden, Funeral blues (1968)
Desde los más remotos orígenes de la civilización, la tiranía ha sido, en cierto modo, un modo de ordenamiento político natural en el que los grandes caudillos se limitan a ordenar a sus vasallos lo que deben hacer, bajo la amenaza de castigos severos –o la muerte– si se atreven a desafiar sus deseos y designios. A veces son decisiones colegiadas, pero incluso una camarilla requiere de un jefe: un capo di tutti capi. Aunque ese sistema se puede rodear de oropeles y espléndidos monumentos y palacios, el esquema autoritario del despotismo es siempre el mismo: yo mando, tú obedeces.
Tras la Ilustración, para adaptarse a los nuevos tiempos de la soberanía popular, las dictaduras modernas tuvieron que adoptar rituales que las diferenciaran de las monarquías absolutas del Ancien Régime, lo que creó nuevas ceremonias y estilos de liderazgo que cautivaron a las masas y capturaron su imaginario colectivo. Pero no solo de ellas. Tras uno de los dos viajes que hizo Mohandas Ghandi a la Italia fascista, llamó a Mussolini “el más grande estadista de nuestros tiempos”. En 1933, el propio Winston Churchill describió al Duce como la encarnación del “genio romano”.
Zhou Enlai, primer ministro de la República Popular desde 1949 hasta su muerte en 1976, y artífice en los años setenta de la apertura diplomática de China al mundo exterior, dijo en una de las tres ocasiones en las que se vio forzado a confesar sus errores ante el politburó, que Mao “personificaba la verdad” y que el Partido Comunista Chino (PCCh) solo se equivocaba cuando su línea se alejaba de su pensamiento. En la Rumanía de Ceausescu, los medios oficiales solían comparar al Conducator con Alejandro, Pericles, Julio César, Napoleón y Lincoln.
Patologías políticas
En sus perspicaces semblanzas de Mussolini, Hitler, Stalin, Ceausescu, Kim Il-sung, Duvalier y Mengistu, el historiador holandés Frank Dikötter encuentra un hilo conductor que los vincula, entre muchos otros dictadores, con Franco, Tito, Castro, Sukarno, Mobutu, Sadam Husein y Gadafi: el culto a la personalidad, un rasgo esencial de las patologías políticas del siglo XX y que las distingue nítidamente de las tiranías clásicas.
El totalitarismo, sostiene en How to be a dictator, fue en ese sentido una mutación del antiguo absolutismo que utilizó medios como la radio y la televisión para llevar a nuevos extremos el abuso del poder. Según escribió un corresponsal francés en Roma, durante el fascismo Italia se convirtió en “una nación de prisioneros condenados al entusiasmo”.
La decisión del autor de comenzar el libro con la figura del Duce no es casual: al final se aprecia con claridad que todos los otros dictadores retratados fueron discípulos o imitadores de su histrionismo político y de su virtuosismo en el uso de la propaganda, campos en los que fue pionero y precursor. Entre 1933 y 1938, el régimen fascista distribuyó gratuitamente 40.000 radios en escuelas primarias públicas. En la Alemania nazi, incluso después de la batalla de Stalingrado, cuando el papel ya estaba estrictamente racionado, se reservaban religiosamente cuatro millones de toneladas para reproducir las fotografías de Hitler, que Goebbels consideraba “de vital importancia estratégica”.
El interés del autor por los dictadores proviene de toda una vida académica dedicada al estudio de la República Popular y plasmada en una célebre trilogía de la China de Mao. Su tesis central es que sin la extravagante exaltación de la egolatría de los dictadores –que Nikita Khrushev denominó “culto a la personalidad” para denunciar a Stalin en 1956 en el 20º congreso del PCUS–, sus regímenes hubiesen sido inviables.
Dioses falibles
Como a Vladímir Putin, que se hace fotografiar montando a caballo con el torso desnudo, pilotando helicópteros o acariciando tigres, a Mussolini le encantaba retratarse conduciendo coches de carreras, jugando con cachorros de león o tocando el violín. Pero a la mayoría de ellos no les bastaba con aparecer como meros políticos; querían ser considerados también como grandes pensadores y filósofos. Kim Il-sung, por ejemplo, escribió varios libros del llamado “pensamiento Juche”, un pastiche ideológico que los estudiantes norcoreanos tenían que memorizar desde temprana edad.
Duvalier, por su parte, se autoconcedió el título de “gran maestro del pensamiento haitiano”. Mao se presentaba como un poeta, sabio, calígrafo y continuador de las tradiciones literarias chinas. Hitler tenía más de 16.000 libros en sus bibliotecas privadas. En sus Fundamentos del leninismo, Stalin expuso ideas complejas en una prosa clara y sucinta.
Su endiosamiento ocultaba, sin embargo, una paranoia que surgía de su convencimiento de que no podían confiar en nadie, y menos en los sicofantes con los que se rodeaban, lo que terminaba aislándolos en una insoportable soledad en sus búnkeres y jaulas doradas. Poco antes de su ignominiosa muerte, Mussolini confesó sentirse extrañamente distanciado de sí mismo, como si fuese “el último de los espectadores de mi tragedia”.
El atroz final de algunas de sus vidas –como el empalamiento de Gadafi después de que sus enemigos lo encontraran escondido en una tubería–, supone un cierto consuelo para sus víctimas. Es explicable. El historiador italiano Emilio Gentile escribió que un dios falible estaba condenado a ser profanado por sus fieles con la misma pasión con la que había sido adorado.
Idolatrías seculares
El mayor atractivo de los mordaces retratos de Dikötter son las reveladoras anécdotas que permiten apreciar los rasgos esenciales de su carácter y entender el hipnótico atractivo que ejercieron los dictadores sobre millones de personas.
Así como Hitler explotó la mitología nórdica y la tradición antisemita europea para concebir y articular la ideología racista nazi, Duvalier aprovechó las tradiciones del vudú haitiano para presentarse como la reencarnación del Barón Samedy, señor de los cementerios y del submundo, al punto que se vestía de negro y con sombrero de copa para imitar la iconografía tradicional del dios de la muerte y el sexo violento de la religión yoruba.
En un siglo posreligioso, el culto de un líder providencial sirvió como un sustituto de la religión, con sus propios santuarios, liturgias y peregrinajes. En realidad, según Dikötter, el totalitarismo del siglo pasado nunca tuvo núcleos ideológicos ni doctrinas coherentes porque, en último término, todo el sistema político giraba en torno a los caprichos de los dictadores. Al fin y al cabo, las doctrinas pueden interpretarse de modo contradictorio, lo que fomenta movimientos cismáticos o heréticos. El culto a la personalidad, en cambio, es mucho más confiable porque no tiene otro contenido que no sea la idolatría del líder y su arbitraria omnipotencia.
La duda que queda es si el autor ha escrito el epitafio o el prólogo a una nueva era de tiranías. De hecho, en el epílogo anota que, aunque los dictadores actuales están lejos de inspirar el miedo de sus predecesores, observa ominosamente que el presidente chino, Xi Jinping, ya ha sido convertido en un ídolo por una eficaz maquinaria propagandística, una aseveración arriesgada para un profesor de historia moderna de China, donde están prohibidos sus libros, y que enseña en la Universidad en Hong Kong, incómodamente cerca del largo brazo del PCCh.