El presidente Barack Obama acortó su viaje a España para atajar, cuanto antes, la crisis racial que se estaba viviendo de nuevo en Estados Unidos tras la brutal muerte de dos jóvenes afroamericanos en menos de 48 horas, a manos de la policía de dos Estados tan distantes como Minnesota y Alabama. La grabación de su bárbara muerte por las cámaras celulares de los testigos arrasó la televisión de todo el país y desencadenó manifestaciones y tiroteos en diversas ciudades que culminaron en el asesinato por venganza de cinco policías en Dallas, cuando estaban precisamente protegiendo una de esas manifestaciones contra la brutalidad de la policía.
Lo primero que hizo el presidente a su vuelta fue asistir al funeral de los policías, la novena vez, señaló, que ha tenido que realizar esta triste labor. Su alocución fue pausada, más filosófica que política, aludiendo una vez más a la necesidad de superar el problema racial y estableciendo un cierto equilibrio entre la discriminación que sufren los negros, especialmente frente a la policía, y el problema que los policías encuentran en la alta criminalidad de los barrios negros. Sus palabras recordaban el famoso discurso que sobre la cuestión racial pronunció en 2008, y que por su sosegada emotividad pareció entonces ser el principio de un auténtico diálogo nacional sobre el racismo que, ahora vemos, se ha exacerbado paradójicamente por la presidencia de un afroamericano.
El presidente convocó enseguida una serie de reuniones con representantes de los grupos más afectados por la crisis para evitar que la intranquilidad que agita tantas ciudades no degenere en los tremendos conflictos que en el pasado se produjeron en situaciones análogas. En todo momento ha recordado el fracaso de sus intentos por reglamentar la venta de armas en cada uno de los nueve atentados que ha sufrido…