Que el medio estratégico se ha alterado radicalmente en menos de dos años es ya un lugar común, por no decir un cliché. Sin embargo, esa realidad se ha hecho necesariamente piedra angular de cualquier análisis que se a de la política exterior, las iniciativas diplomáticas y la estructura de fuerza militar venideras en Estados Unidos: en una palabra, para el futuro papel de este país en un mundo radicalmente alterado. El fin de la guerra fría, sellado por la muerte del comunismo soviético, representa un momento de triunfo para Estados Unidos, un triunfo de la previsión, la decisión nacional y la tenacidad prolongadas a lo largo de cuarenta años. Incluso un observador tan sagaz como Alexis de Tocqueville habría dudado de que la democracia americana fuera capaz de sostener un tan duradero compromiso en ultramar. Ese compromiso reflejaba la aceptación de una responsabilidad internacional apoyada en un consenso nacional que, en la tarea principal de contener la expansión soviética, hizo una exhibición de bipartidismo sin precedentes.
Todo esto, en gran medida, es ahora historia. La guerra fría proporcionaba la pura simplicidad de la confrontación entre las superpotencias y sus alianzas. Se podían trazar con notable claridad las líneas de fuerza principales. Esas líneas cambiaban lentamente, si es que alguna vez lo hicieran. El hoy era muy parecido al ayer; y en términos generales, el año que viene se esperaba que fuera muy semejante a este. Tanto para el público como para los creadores de la política la guerra fría proporcionaba una sancta simplicitas, hitos previsibles, durante un período que muchos recordarán algún día con nostalgia.
Los norteamericanos tienden a ser bastante románticos. El mundo les parece un lugar benigno en el que la armonía natural entre los pueblos, sólo se quiebra intermitentemente por obra de hombres perversos o de…