El final es el lugar del que partimos». Esta reflexión del gran poeta inglés T.S. Elliot me parece particularmente apropiada al analizar las nuevas relaciones intereuropeas en el marco de la construcción de Europa.
La aventura de la construcción europea se remonta al final del período más virulento de la historia de nuestro continente, marcado por dos Guerra Mundiales y la consiguiente pérdida de vidas humanas, la reaparición de los nacionalismos y el ascenso al poder de los totalitarismos de uno u otro signo, que se caracterizaron por el desprecio más absoluto por la persona humana.
La andadura de las naciones europeas, que igualmente trituradas por años de desgarramientos, se apresuraban a buscar el camino de la esperanza, se bifurcó en dos direcciones: unos países cayeron bajo la influencia de un sistema político revolucionario, que no consiguió hacer realidad aquello que “la historia debía imponer implacablemente”. La otra parte de Europa, guiada por los principios de la democracia pluralista, tuvo que apelar a la ayuda económica exterior para lograr su reconstrucción y situó su seguridad bajo la protección de alianzas a escala supracontinental. Esta doble faz de un mismo compromiso ha marcado a estos países durante décadas en el proceso de la construcción europea.
La Europa democrática se encontró emplazada entre la necesidad de protección, seguridad y solidaridad externas y su firme voluntad por afirmar la cohesión interna y la eficacia de una Europa que necesitaba estar cada vez más unida. El camino no iba a resultar fácil y hubo momentos de desánimo y de pesimismo: la complejidad de los problemas, la divergencia de intereses, la interconexión de sectores y niveles de acción, los reflejos egoístas, todo ello había de contribuir a que se produjera una proliferación de iniciativas, intentando arreglarlo todo y ocuparse de todas las cosas a la…