La geopolítica a veces juega malas pasadas. Así es como el capricho de la geografía predispone que una población en plena crisis interna se convierta en terreno de juego de vecinos poderosos o rivales irreconciliables. Oportuna reflexión al cumplirse tres años del estallido de la revuelta siria, coincidiendo con la crisis de Ucrania. Lo que vincula ambos conflictos no es tanto el factor interno como la actuación de los actores externos. Rusia parece adentrarse en una fase de reapropiación del mar Negro y del Mediterráneo, última desembocadura rusa en aguas templadas. Pero más allá de las apreciaciones militares, lo que parece estar en auge es la capacidad de influencia rusa en los contrafuertes orientales y meridionales de la Unión Europea.
Las transformaciones políticas que vive el mundo árabe parecen espolear los intereses rusos en la región. El nuevo hombre fuerte en Egipto, el mariscal Al Sisi, ha confirmado su interés por reforzar relaciones con Moscú, en el plano económico, militar y de seguridad (en el marco de la “lucha antiterrorista”). Si bien el derrocamiento de Gadafi en Libia ha perjudicado los intereses rusos en el país, sus históricas relaciones con otros vecinos magrebíes, como Argelia, siguen materializándose no solo en la retórica sino también mediante la compra de armamento. Pero si en alguna parte se evidencia la presencia de Moscú es en Siria, donde el apoyo al régimen de Bashar al Assad trasciende los posicionamientos ideológicos para anclarse en consideraciones pragmáticas. Es cierto que la base naval de Tartus, único enclave ruso en la cuenca mediterránea, no es vital para Rusia por sus modestas dimensiones, pero la resistencia de Al Assad gracias al apoyo ruso, iraní y de Hezbolá, ha proporcionado a Moscú un escenario privilegiado para hacer valer sus ambiciones internacionales e insuflar patriotismo de puertas adentro.
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