Casi dos décadas después de la invasión y ocupación de Afganistán por parte de una coalición internacional liderada por Estados Unidos, el anuncio de retirada de la administración de Joe Biden resuena como un amargo epitafio a una desventura en la que se han ido sucediendo los objetivos que decían justificarla, para acabar aceptando una derrota sin paliativos. Ni se ha logrado democratizar Afganistán –como punto de arranque de un delirante proceso que, en la mente de George W. Bush y su equipo, provocaría un efecto dominó por todo el mundo árabe-musulmán–, ni eliminar a Al Qaeda, ni neutralizar a los talibanes. De hecho, cuando diversas fuentes estiman un coste económico acumulado que ronda los tres billones de dólares y un coste humano de no menos de 240.000 víctimas mortales, ni siquiera se ha logrado estabilizar el país. Por el contrario, Afganistán sigue hoy sumido en una espiral de violencia que identifica a los talibanes como el actor más relevante de la escena nacional, con una capacidad operativa que las fuerzas armadas y de seguridad afganas no son capaces de contrarrestar y con un gobierno, liderado por Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah, incapaces de atender las necesidades básicas de sus casi 40 millones de habitantes.
Por mucho que se afane ahora Washington en convencer a propios y extraños de que esto es el resultado de un acuerdo de paz con los talibanes, la realidad muestra que tan solo es un acuerdo de retirada a cambio de promesas que son meros brindis al Sol. Una retirada que, por desgracia, no apunta hacia el final de la larga etapa de violencia iniciada en 1979 con la invasión soviética, sino más bien su continuación. En buena medida, con los talibanes controlando ya más de la mitad del territorio, es fácil imaginar que volverá…