«¿Qué es ser canadiense?», preguntaba a sus lectores hace algunos años el periódico de Toronto The Globe and Mail. De entre las miles de respuestas que recibió, una llamó la atención de los editores: «Un canadiense es alguien que, en el momento de poner un pie en las costas de Canadá, se vuelve al que viene detrás y le dice: ‘No, gracias… Estamos al completo’».
La broma del lector esconde una realidad menos amable: a pesar de las razones objetivas que mueven a la emigración, y a pesar de los beneficios que este proceso conlleva para los países de destino, sus sociedades exhiben una cautela fundamental ante el incremento de extranjeros, en particular cuando se trata de poblaciones menos prósperas y con culturas o religiones diferentes. En el contexto de un mundo interdependiente, en el que los movimientos de personas se rigen por consideraciones ajenas al control inmediato de los gobiernos, como la desigualdad y la demografía, la incapacidad para vencer estas cautelas puede provocar un verdadero choque de trenes.
Lo que es más importante, la reforma del modelo migratorio se enfrenta a muros mentales incluso más eficaces que los reales. Una de las principales lecciones que podemos extraer del mosaico de intereses y preferencias que conforman este debate es que, como en tantos otros asuntos públicos, la percepción de quienes van a ser objeto de una decisión política importa tanto como los hechos objetivos que inspiren esa decisión. Es posible que los flujos migratorios beneficien al interés común y sean inevitables, pero eso solo alterará las políticas de los países de destino en la medida en que sus opiniones públicas lo perciban también de este modo. Dicho de otra forma: no buscamos la mejor solución, sino la mejor solución que sea aceptada por quienes tienen la capacidad de…