El verano pasado, uno de mis amigos, que con frecuencia atribuye a Japón una falta de probidad en sus prácticas comerciales, me invitó a su casa de campo, en Estados Unidos, para jugar al golf.
En la primera salida puse en mi saco un palo de golf de marca americana McGregor. Mi amigo, por su parte, llevaba un palo japonés de la marca Yonex. Yo se lo reproché, en vista de las muchas declaraciones públicas que hace para que se deje de comprar productos japoneses. Me respondió: “Pero es que estos palos hacen que mi juego rinda más”. ¿Qué le podía decir? No se puede ser más monárquico que el rey. Luego me invitó a su casa, y mientras su mujer preparaba la comida, me la fue enseñando. En el garaje, su coche para la nieve era un Kawasaki. Lo necesitaba, me dijo, “porque es el mejor para los inviernos de Nueva York”. Vi también en el garaje una embarcación de recreo, también de marca japonesa. Después de comer, entramos en el salón. En medio de él, una televisión de marca Sony. Dejad de jugar en el casino de Wall Street.
“Pero, bueno, ¿qué piensa usted? En público no deja de criticar a los americanos que compran productos japoneses en lugar de los propios. Pero luego veo que compra usted todos los productos japoneses. ¿Cómo puede usted pedir a los demás que hagan lo que usted no hace? ¡Y se asombra de que no le hagan caso!”.
La mayoría de los hombres de negocios americanos se contentan conjugar en el casino de Wall Street con los fondos de sus sociedades. Se cuidan mucho menos de fabricar productos industriales de calidad. No son ya jefes de empresa, sino financieros refinados, especuladores.
Recientemente pronuncié un discurso ante su asamblea general en Chicago…