El presidente de Nigeria Goodluck Jonathan apuró los últimos días de marzo con la mirada perdida y sentado en un sofá de la villa presidencial de Aso Rock, en las afueras de Abuya. Durante horas, sus hombres de confianza le habían ido pasando resultados que anunciaban la debacle: su partido, el Partido Democrático del Pueblo (PDP), estaba a punto de perder por primera vez en la historia las elecciones del país. A medida que aparecían nuevas cifras, el cuerpo fatigado del mandatario se hundía más y más en el sofá. Jamás antes un presidente nigeriano había perdido el poder en las urnas.
Cuando la derrota segura ya amargaba el paladar de Jonathan, un trío de antiguos presidentes africanos (John Kufuor, de Ghana, Bakili Muluzi, de Malaui, y Amos Sawyer, de Liberia) llamó a la puerta. Venían a mezclar diplomacia con amistad para tratar de evitar un baño de sangre: venían a pedir al aún líder de Nigeria que aceptara la victoria de su rival, el general Muhammadu Buhari, exgolpista y presidente de Nigeria brevemente en los años ochenta. Es imposible saber si aquella visita del trío africano fue decisiva pero, apenas unas horas más tarde, con la derrota ya consumada, Jonathan cogió el teléfono y marcó el número de su rival. Nadie respondió. Intentó contactar con algunos de los hombres fuertes del Congreso de Todos los Progresistas, pero tampoco nadie cogió el teléfono. Jonathan resolvió mandar a uno de sus hombres a la sede rival, donde la fiesta y el ruido era total, para decirle a Buhari que estaba intentando localizarle para trasladarle un mensaje importante. Poco después se produjo la conversación que cambió el futuro de Nigeria.
Tras comprobar que quien llamaba era el presidente, un asesor de Buhari le pasó el teléfono y le advirtió de…