Entre 1977 y 1978, España transitó económicamente desde un Estado desarrollista autoritario a un régimen que integraba el neoliberalismo económico, si bien dulcificado con medidas que compensaban a los ciudadanos por los efectos disruptivos de los mercados. Todo ello se consiguió a través de maniobras y concesiones audaces, casi esquizofrénicas, que apostaban tanto por las bondades del libre mercado como por los límites que las sociedades pueden imponer al capitalismo. En cualquier caso, el resultado fue un tipo de capitalismo y un tipo de Estado de bienestar extremadamente vulnerables a las turbulencias financieras que, además, trasladaron los costes de los ajustes predominantemente a las clases trabajadoras y a los segmentos más precarios de la población. A largo plazo, la Transición económica se demostró plagada de problemas sistémicos que han afectado tanto al rendimiento como a la redistribución, y que deberían invitar a poner fin definitivamente a la complaciente visión que los políticos tienen de este statu quo.
La economía global es una despiadada estructura de poder en la que los países europeos ven menguar día a día su posición y privilegios. En virtud de esta estructura, el mundo está en manos de regímenes de crecimiento que son capaces de equilibrar exportaciones y demanda interna, creando a la vez rígidos nichos en el mercado global sobre los que posteriormente ejercen el control, sin desgastar sus redes de seguridad ni las instituciones que dan voz a los trabajadores asalariados. Estos regímenes de crecimiento se han convertido hoy en los denodados acreedores de la economía global, cuyos superávit les permiten marcar las reglas de la gobernanza económica transnacional y dar a sus empresas y sociedades las rentas financieras y de empleo que otorga esa posición de poder. Se trata de un juego en el que han participado no solo Alemania y los países…