Entre un Irán nuclear y un ataque preventivo para impedirlo se define el futuro del régimen de no proliferación y el escenario inmediato de Oriente Próximo. Para Estados Unidos e Israel, pero también para Arabia Saudí, contener a Irán se traduce en contener la influencia iraní en la región. En Siria y Líbano con Hezbolá, en Palestina con Hamás y en Irak a través de los grupos chiíes, Teherán es parte del problema y más de la solución.
La primera consecuencia de un Irán atómico sería una previsible nuclearización desde Egipto hasta Arabia Saudí y Turquía. Las consecuencias de un ataque israelí –que se entendería respaldado por Washington, se cuente o no con tal respaldo– serían desastrosas para el mundo. Descartada una aniquilación del país para destruir sus instalaciones nucleares (subterráneas las más importantes), un ataque sobre Irán sólo conseguiría retrasar la histórica ambición del régimen de los ayatolás por disponer de tecnología nuclear. Confirmaría, además, el argumento de que la posesión del arma atómica es un elemento existencial para su seguridad.
En el ámbito regional, aparte de sus efectos inmediatos en Siria, Líbano y Palestina, las posibilidades de estabilizar a medio plazo Irak y Afganistán se esfumarían. El impacto internacional, a través del suministro y los precios del petróleo, sería demoledor en la actual crisis económica.
La influencia fundamental de Irán es admitida por EE UU. Pese a sus declaraciones el pasado junio ante el Comité de Asuntos Públicos Americano- Israelí, el candidato demócrata, Barack Obama, ha defendido algún tipo de negociación con Irán. Nada avanzará en la política hacia Teherán si es Israel quien marca la pauta. El informe Baker- Hamilton sobre Irak ya recomendaba en 2006 un diálogo con Irán “sin condiciones previas”. Ambos países han negociado en el último año para apaciguar a los grupos chiíes…