El modelo de integración pretende la inclusión de todos. Pero lleva aparejada la idea de que el otro no hace los suficientes esfuerzos para cumplir las expectativas de la República.
La irrupción de la violencia política en el corazón de París el pasado enero –con una matanza en la sede de Charlie Hebdo y después con una toma de rehenes en un hipermercado kosher, llevadas a cabo por tres franceses en nombre de Al Qaeda y de Daesh– es un acontecimiento cuyas consecuencias para la población musulmana resultan claramente imposibles de comprender de manera exhaustiva dos meses más tarde. La primera consecuencia, de tipo emocional, es, sin duda, la que más ha llamado la atención de los observadores. Su importancia ya se apreciaba en las primeras horas tras el ataque, cuando en varios puntos del territorio nacional surgieron concentraciones, se organizaron vigilias y se inventaron lemas. Je suis Charlie nació en este estado de conmoción y, desde entonces, ha creado unos efectos discursivos y prácticos que perduran una vez que desaparece la emoción, a medida que nos alejamos de los hechos. Esta invitación a compartir el afecto provocado por la conmoción mediante lo que los políticos llamaron luego “unión nacional” derivaba, al principio, de la respuesta urgente que se dio al ataque. Entre el hecho de “compartir socialmente unas emociones” (como garantía de un afecto recíproco, del mantenimiento de los vínculos afectivos y de la integración social de unos y de otros) y su “remanencia”, retomando los términos de Bernard Trimé, quisiéramos tratar de saber qué repercusiones pueden, o podrían, tener los atentados de enero para la población musulmana de Francia, partiendo de la idea de que no suponen nada realmente nuevo en lo que se refiere a la narrativa, pero contribuyen sin duda a la institucionalización de políticas de…