Hace casi veinte años del estreno de Múnich (2005), que a su vez narraba hechos que sucedieron más de 40 años atrás, a principios de la década de 1970. Volver a la cinta, tanto tiempo después, nos enfrenta –20, 40, 60 años después– al abismo del conflicto interminable, de la larguísima historia de violencia entre Israel y Palestina que vive, otra vez, algunos de sus peores días desde entonces.
Múnich (2005)
Steven Spielberg
164 minutos
EEUU
Múnich es una película compleja, larga y magistral. Lo fue entonces, en 2005, cuando se estrenaba, y lo vuelve a ser 20 años después. No solo no ha envejecido mal, al revés, guarda toda la esencia de thriller setentero –rodado como tal–, fotografía espléndida y dilemas profundos que hace de ella una de las mejores películas de Steven Spielberg (y ya es decir).
Durante los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, los primeros en Alemania desde 1936, unos terroristas palestinos secuestraban y mataban a once miembros del equipo olímpico israelí. Acompañamos, a lo largo de 164 minutos de metraje, a Avner Kaufman –encarnado por un Eric Bana en estado de gracia– y al resto del comando del Mossad al que Golda Meir, primera ministra israelí, encarga el asesinato de los terroristas palestinos responsables del atentado.
La película es sólida en lo técnico, bella en lo visual y soberbia en su guión; pero es, sobre todo, fascinante en lo moral. Sobre todo hoy, en 2024, después de los atentados de Hamas de octubre del año pasado y la violenta operación posterior en Gaza por parte del Ejército israelí. Múnich plantea preguntas incómodas al espectador, para las que no ofrece respuestas, salvo la conclusión de que las espirales de odio y de violencia solo llevan a más odio y a más violencia. Avner termina entendiendo que no va a llegar nunca la paz, que siempre florecen nuevos terroristas por cada uno que eliminan y que –tras haberse dejado la humanidad por el camino– su país lo expulsa negándose el responsable del Mossad, al final, a compartir el pan en su casa. No solo es su descenso a los infiernos, es la pérdida de raíces, de compañeros, de vínculos, de principios y de certezas.
El director, con una honestidad brutal, nos plantea que los buenos pueden no ser tan buenos, ni los malos tan malos, ni los que se manchan las manos con sangre tan distintos, ni los ideales nobles que empujan al principio duran lo que deberían durar.
A mitad de película, Kaufman y el resto de sus compañeros de comando llegan a coincidir físicamente en un piso franco con terroristas de la Organización para la Liberación de Palestina. Se tienen que hacer pasar por miembros de la internacional terrorista (IRA, ETA o la ANC sudafricana) y se produce uno de los diálogos más francos del film. Avner conversa con Alí, el líder del comando de la OLP, el tiempo suficiente para llegar a comprender el motor de su lucha –encontrar un hogar–, que no es tan distinta a la suya propia. Minutos después, esa empatía le impedirá disparar contra él.
Ellos, que eran las fuerzas de la justicia, mandatados para reparar el daño y proteger a su pueblo, se han convertido, de facto, en exactamente lo mismo que combatían. Las circunstancias los quiebran, pero también, y de paso, al espectador.
Es casi imposible no viajar a 2024 y a las imágenes que llegan de Gaza. El mismo dolor y la misma empatía que despertó el atentado del 7 de octubre, la misma convicción de que Israel tiene derecho a existir y a defenderse, pero la misma indignación y la misma crítica a una respuesta de vía muerta que deja una tragedia humanitaria interminable, regueros de sangre e injusticia para una población inocente que vuelve a pagar lo que nunca compró.