La Revolución del Jazmín en Túnez encontró a Occidente desprevenido. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, uno de los principales defensores de la realpolitik en el Mediterráneo, admitió a regañadientes que su gobierno había “subestimado la rabia y la desesperación de los pueblos árabes”. Sin embargo, si Occidente no previó estos sucesos fue sobre todo por haber hecho oídos sordos a lo que venía anunciándose desde hace tiempo.
Tras la revolución, los tunecinos hacen ahora frente a las dificultades de un proceso de transición que promete ser largo y tener muchos obstáculos. En Egipto, pese a la salida de Hosni Mubarak, transcurrirán aún años hasta que se sepa si la “revolución de la dignidad” de la plaza Tahrir ha expulsado o no al viejo régimen. Está por ver en qué medida se producirá un “efecto dominó democrático” regional. El futuro del mundo árabe permanece en la incertidumbre. ¿Qué efecto tendrán las transiciones políticas en Túnez, Egipto y quizá en otros países sobre la frágil estabilidad regional? ¿Qué clase de gobiernos pueden esperarse y cómo cambiarán el delicado equilibrio de poder en Oriente Próximo?
La nueva época que ha empezado en el mundo árabe tendrá reverberaciones globales. El significado amplio de este movimiento de liberación árabe es, como sostiene Rami Khouri, nada menos que el principio del desmantelamiento del orden poscolonial instaurado por Francia y Reino Unido en los años sesenta y setenta, que dio lugar a los gobiernos disfuncionales y autocráticos sostenidos por las superpotencias durante la guerra fría y por Estados Unidos y los antiguos colonos europeos en la actualidad.
Todas las revoluciones anuncian un cambio de época, y por su naturaleza conllevan cierta inestabilidad. Los temores y esperanzas de Occidente se han concentrado en una serie de posibles consecuencias y escenarios a corto o medio plazo:
¿Efecto dominó democrático?
Las revoluciones en Túnez y Egipto y las subsecuentes protestas en Yemen, Jordania, Argelia y otros países de la región han dado lugar a grandes expectativas sobre un “efecto dominó”: un cambio sísmico que haría que el mundo árabe se tornase finalmente democrático. Aunque este efecto no se ha producido –aún– de tal manera que los líderes autocráticos huyan en masa al exilio, la revolución tunecina ha tenido efectos de imitación (por parte de los ciudadanos) y de reacción-prevención (por parte de los regímenes autoritarios).
Los efectos de imitación han sido evidentes: miles de jóvenes en Yemen, Jordania, Argelia, e incluso en Siria y Libia, alentados por los sucesos en Túnez y Egipto, han salido a la calle para exigir la dimisión de sus respectivos gobiernos corruptos. Alarmados por la huida de Zine el Abidine ben Alí y la salida de Mubarak del poder, los autócratas de la región han reaccionado inmediatamente. En pánico, se han apresurado a adaptarse a la nueva situación. Así, en Yemen, el presidente Abdulah Saleh anunció que no se presentará de nuevo a las elecciones presidenciales previstas para 2013. En Jordania, el rey Abdalá II destituyó al gobierno en respuesta directa a la demanda popular, previniendo una mayor ola de rabia que podría cuestionar al propio monarca. En Argelia, el presidente Abdelaziz Bouteflika prometió derogar la ley de emergencia en vigor desde hace 18 años y abrir un proceso de reformas políticas. En varios países árabes se aumentaron los subsidios del pan y otros productos básicos. El gobierno egipcio, en un intento fallido de salvarse tras dos semanas de protestas masivas, aumentó los salarios de los funcionarios públicos un 15 por cien. El rey de Bahréin llegó a pagar el equivalente a 2.000 euros a cada familia.
¿Qué posibilidad de éxito tienen estas estrategias? Los ciudadanos árabes están acostumbrados a que sus gobernantes ofrezcan reformas cosméticas para calmar las aguas, por lo que los avances repentinos no resultarían creíbles. Henry E. Hale señalaba en 2005 en un artículo en World Politics que los cambios de poder en estos sistemas de “presidencialismo patronal” siguen ciclos de contestación política en vez de una secuencia de progreso o transición lineal. Así, las expectativas de la élite en cuanto a un cambio de liderazgo inminente conducen a una dinámica cíclica de contestación y consolidación. Con el objeto de llegar al poder, un nuevo gobierno permitiría una apertura democrática para consolidar su posición de cara a la opinión pública y deshacerse de los individuos desleales dentro de la élite. Una vez logrado su objetivo, el gobierno volvería a cerrar el espacio público para afianzar su poder, hasta que la falta de legitimidad democrática le obligue a fortalecer su posición a través de una nueva apertura. En otras palabras, no estaríamos ante una represión permanente, sino ante un ciclo de represión-liberalización-represión que sostendría a los regímenes autócratas.
Los ciclos de apertura política y represión descritos por Hale no sólo mantienen el statu quo del autoritarismo, sino que también pueden acabar con la estabilidad, al hacer a los países “vulnerables al conflicto social, a las luchas internas de poder y a las disputas regionales”. Dada la debilidad institucional en todos los países árabes, ninguno de ellos estará capacitado tras una revolución popular para reemplazar inmediatamente el aparato del viejo régimen. Los pactos entre los distintos grupos sociales serán esenciales para que la transición avance de manera pacífica y constructiva. Esta realidad conlleva el riesgo de que, una vez disminuida la atención internacional tras la propia revolución, la vieja guardia pueda recuperar su poder por la puerta trasera.
Pero lo que es seguro es que las revoluciones han roto la cultura del miedo en el mundo árabe. No todas las revueltas acabarán en revolución, y aquellos regímenes autoritarios que han logrado salvarse se apresurarán a introducir algunas concesiones políticas con el fin de calmar las aguas. A medio plazo, no obstante, puede esperarse una mayor represión por parte de los regímenes que pervivan, con el fin de evitar una amenaza o una ola de protestas como la actual. El resultado será que mientras algunas “islas democráticas” encaminan la transición política, el resto del mundo árabe se volverá más autocrático.
¿Será Egipto un segundo Irán?
Ningún otro asunto ha sido discutido con tanto fervor y controversia como el futuro papel del islam político en Oriente Próximo. A menudo igualando islamismo con extremismo e incluso con terrorismo, los debates en Europa han recordado sobre todo el trauma de la guerra civil en Argelia y la revolución iraní, como evidencia de las fatales consecuencias que supone la llegada al poder de los islamistas. Asimismo, las elecciones palestinas de 2006, que llevaron a Hamás al poder, se han citado como prueba de que admitir elecciones genuinas en el mundo árabe conduce al extremismo. El modelo teocrático iraní está siendo contrastado con el modelo turco, una democracia laica con partidos de referencia religiosa.
La clase política occidental tiende a poner Argelia como ejemplo de un proceso de democratización que llevó a una desestabilización y violencia inesperadas. La intención de realizar una transición democrática en Argelia surgió de la grave crisis económica y el aumento de los precios de los productos de primera necesidad, que dieron lugar a protestas y disturbios en octubre de 1988. El gobierno del Frente de Liberación Nacional (FLN) pretendió estabilizar el país y asegurar su permanencia en el poder a través de la apertura política. Cuando en 1991 el Frente Islámico de Salvación (FIS) logró la mayoría en las primeras elecciones libres y justas del país, una junta militar derrocó al presidente Chadli Benyedid, con el fin de revocar los resultados electorales y restablecer el control autoritario, lo que precipitó el estallido de la violencia. Pero el desencadenante de la guerra civil argelina no fue el intento de democratización. El terreno estaba abonado para el golpe debido a la falta de legitimidad, la polarización social, una débil oposición y la confrontación entre el régimen y los islamistas. Así, en vez de una lección sobre los riesgos inherentes de la democratización, Argelia es un ejemplo claro de los peligros de la autocracia liberalizada.
Tampoco es probable que en Egipto se establezca una teocracia hostil a Occidente al estilo de Irán. La revuelta egipcia ha sobrepasado las fronteras de religión y convicciones políticas. Sin embargo, tampoco anuncia un era “postislamista”, como sugieren Le Monde y algunos analistas. Un sondeo reciente del Pew Global Attitudes muestra que el 95 por cien de los egipcios se pronuncia a favor de que el islam “desempeñe un papel importante en la política”. Los Hermanos Musulmanes como partido de hecho aceptaron el proceso político y renunciaron a la violencia hace décadas. En la actualidad, su potencial electoral se estima entre el 20 y el 30 por cien de los votos. Tras la revolución de Tahrir, el portavoz de los Hermanos subrayó que no presentarían ningún candidato para las próximas elecciones presidenciales, previstas para septiembre. Si llegasen a formar gobierno, sería en coalición con otros partidos. Nicholas Kristof decía en un artículo en The New York Times que una lección de las revoluciones populares en Egipto y Túnez es que el irracional temor occidental al islamismo ha hecho más daño que el propio fundamentalismo islámico. Además, este temor omite los riesgos que supondría la llegada al poder de ciertas fuerzas seculares. Le guste o no, Occidente debe aceptar que el islamismo moderado formará parte de la gama de fuerzas políticas en un mundo árabe democrático.
En aquellos países donde se establezca un sistema democrático con elecciones libres y justas, y los partidos islamistas alcancen unos resultados electorales lo suficientemente altos para formar parte del gobierno, las políticas tendrán, sin duda, un carácter mucho más conservador en términos sociales a nivel interno, y serán menos afines a las posturas occidentales en política exterior. Dada la impopularidad de la posición pro-israelí de Mubarak entre la población egipcia, cualquier nuevo gobierno podría adoptar posiciones más propalestinas. Que las posturas de los gobiernos supongan una amenaza para el nuevo orden democrático o para la paz regional no depende tanto de su carácter islamista o no, sino de la calidad del sistema democrático que arraigue en estos países. Por eso, será clave que durante un proceso genuino de transición se establezcan las garantías correspondientes para asegurar que ningún partido en el poder pueda desmontar de nuevo las bases del sistema democrático.
¿Es posible una guerra regional?
Es probable que se produzca un cambio sísmico en el conflicto de Oriente Próximo, para bien o para mal. El gobierno provisional de Egipto se apresuró en asegurar a Israel que mantendrá el acuerdo de paz. Pero a medio plazo los nuevos gobiernos árabes darán otro rumbo a su política exterior, produciendo la ruptura de viejas alianzas. Es probable que los futuros gobiernos democráticamente electos en Egipto o Jordania adopten una posición mucho menos proisraelí, dado el gran rechazo entre sus ciudadanos a las políticas llevadas a cabo hasta la fecha. El conflicto árabe-israelí se vería especialmente afectado si se produce una retirada del nuevo gobierno egipcio del acuerdo de paz con Israel, una política propalestina y la ruptura de la alianza con EE UU.
Al mismo tiempo, un fortalecimiento de la posición palestina por parte de los nuevos gobiernos democráticos en Egipto y otros países de la región podría contribuir a desbloquear la actual situación de estancamiento del proceso de paz en Oriente Próximo. La relativa estabilidad lograda por el acuerdo de paz entre Israel y Egipto ha sido cara. Durante 30 años, el gobierno de Mubarak ha facilitado que Israel desarrollara una política regional con mano dura y prácticamente con impunidad. Esta estrategia beneficiaba a Mubarak, pues lo convertía en socio indispensable de los sucesivos gobiernos estadounidenses. Finalizada la era Mubarak, el futuro gobierno egipcio tendrá que rendir cuentas a su electorado. El mantenimientno del acuerdo de paz, el bloqueo de la franja de Gaza y, sobre todo, su papel de “caniche de EE UU” en una farsa de un proceso de paz desequilibrado han sido políticas altamente impopulares en Egipto y, como señala Daniel Levy en Al Jazeera, serán probablemente revisadas por el nuevo gobierno egipcio. A medio y largo plazo, un nuevo rumbo en Egipto podría corregir el desequilibrio regional proisraelí que caracterizó la época Mubarak. Desbloquear Gaza con la apertura del paso de Rafah y un respaldo no violento a la posición palestina –que presionara a Israel para ceder en puntos claves del conflicto– podrían impulsar el proceso de paz.
¿Saldrá Occidente perjudicado?
Es probable que intereses inmediatos de Occidente en la región, como el acceso al petróleo del golfo Pérsico, la contención de la inmigración ilegal hacia la Unión Europea y la lucha contra el terrorismo, se vean afectados a corto plazo. Aunque el acceso al petróleo no está en riesgo por el momento, varios países de la región tienen alta probabilidad de desestabilizarse ante un vacío de poder. El primer candidato susceptible de estallar es Yemen. Si de allí se produjera un efecto contagio a sus vecinos de la península arábiga, el suministro de petróleo podría estar en peligro. Es probable que la inmigración ilegal hacia Europa aumente de manera brusca a corto plazo, hasta que los gobiernos provisionales se organicen y restablezcan el control policial en las costas.
La lección de la oleada de protestas en el norte de África y Oriente Próximo y de las revoluciones en Túnez y Egipto es que el status quo no es una opción. El Egipto de Mubarak estuvo lejos de ser un eje de estabilidad, seguridad y moderación en el mundo árabe. Al contrario, el Estado policial egipcio favoreció la radicalización, y su política exterior creó una ilusión de estabilidad que se ha mostrado insostenible. Estamos ante un cambio de época, con nuevas constelaciones de poder a las que habrá que adaptarse. Para resultar beneficiosos, los cambios de época requieren dirigentes con valor y visión.
Evitar el desmoronamiento
La democracia en el mundo árabe no ha estado entre las preocupaciones de Occidente hasta que los tunecinos echaron a Ben Alí. Ahora que las revueltas populares han demostrado que la continuidad no conlleva la estabilidad, las potencias occidentales se ven obligadas a revaluar sus tradicionales alianzas con autócratas en una región cada vez más frágil y con altas perspectivas de inestabilidad y cambios sísmicos. Un grupo de expertos del United States Institute for Peace sostiene que, al apoyar indirectamente estos procesos, el gobierno de EE UU corre el riesgo de “repetir los mismos errores que cometieron las administraciones durante la guerra fría con el apoyo a dictaduras de la derecha, hasta que estas fueron derrotadas por las fuerzas radicales”.
La perpetuación del ciclo de liberalización y represión, tal como lo describe Hale, podría dejar la región en un estado de fragilidad permanente. La gobernanza irresponsable, junto con la precariedad económica y las expectativas exageradas, aumenta aún más la brecha entre las élites gobernantes y la sociedad. Esto aumenta el atractivo de los elementos radicales y el riesgo de que el sistema se desmorone en un momento dado, ya sea debido a una revolución, al terrorismo o a una guerra civil. En este sentido, las revoluciones árabes demuestran que es necesario romper esos ciclos mediante la participación inclusiva y la reforma política antes de que el sistema se desmorone.