Hoy no hay muchos turistas que visiten la tumba de Immanuel Kant en la catedral de Königsberg. El padre del idealismo alemán y uno de los filósofos más importantes de todos los tiempos nació y murió en esta ciudad alemana situada en la Prusia Oriental, a orillas del Báltico. Kant era poco amigo de los viajes: para él su ciudad contenía todo el cosmos necesario.
En la actualidad, Königsberg lleva otro nombre –Kaliningrado– y la bandera que ondea en sus edificios no es la tricolor alemana sino la de la Federación Rusa. El puerto es una base naval, fuertemente fortificada, y en la región se respira un aire de guerra. Tras la disolución de la Unión Soviética esta pequeña provincia (óblast) quedó separada del resto del territorio ruso y aplastada entre Polonia y Lituania, exrepúblicas soviéticas hoy parte de la Unión Europea y la OTAN. A la luz de los acontecimientos recientes en Europa del Este, la antigua ciudad de Kant ha recobrado una importancia geopolítica que no tenía desde hacía décadas.
Otrora, Königsberg fue la ciudad embrionaria del reino de Prusia. Fundada en el medievo por los caballeros cruzados de la Orden Teutónica, se convirtió en el centro de un rico emporio comercial que se extendía por todo el Báltico. Allí se estableció, en el siglo XVI, el primer duque de Prusia, vasallo del rey de Polonia, cuyos sucesores erigieron a comienzos del 1700 un reino destinado a convertirse en primera potencia europea. Ciudad universitaria, morada de pensadores y filósofos durante los siglos XVIII y XIX, Königsberg siempre retuvo su espíritu de cuna de Prusia y de su dinastía –los Hohenzollern– a pesar de que la capital del reino se moviera a Berlín en 1710.
Su importancia en la geopolítica europea vino a partir de la Primera Guerra Mundial. Mediante el Tratado de Versalles (1919), Königsberg y Prusia Oriental quedaron segregadas del grueso del territorio alemán a fin de que la recién creada Polonia contase con un corredor al Mar Báltico. Cientos de miles de alemanes quedaron aislados de su país, lo cual fomentó un fuerte sentimiento nacionalista y revanchista que granjeó gran apoyo a Adolf Hitler y las tesis del partido nazi.
Königsberg padeció duramente en la Segunda Guerra Mundial, ya que fue destruida casi por completo en el asedio del Ejército Rojo en la primavera de 1945. La ciudad era de gran interés estratégico para Stalin, siempre con un ojo puesto en la seguridad rusa en Europa del Este. Ya en la conferencia de Teherán en 1943 había incluido su anexión como parte de los objetivos vitales de la Unión Soviética. El puerto de Königsberg no se helaría en invierno, a diferencia del de Leningrado (antigua San Petersburgo), y le serviría para controlar el Báltico y mantener alejadas las amenazas provenientes de Europa occidental. En la conferencia de Potsdam de 1945, los Aliados confirieron la posesión a Moscú, que le dio el nombre del jerarca Mijaíl Kalenin, entonces recientemente fallecido. El Kremlin pronto militarizó el territorio y despachó allí a la Flota del Báltico, al tiempo que ordenaba la deportación de cien mil habitantes alemanes y la recolonización por parte de cuatrocientos mil rusos, muchos de ellos también deportados de sus propias tierras.
Kaliningrado se convirtió en el principal bastión naval de la Unión Soviética en la orilla del Báltico hasta disolución de la misma en 1991. En aquel momento, tanto la nueva Alemania como la República de Lituania rechazaron anexar el territorio, que siguió en manos de la Federación Rusa solo que aislado. Si bien en un inicio el tránsito ruso con el enclave se produjo sin dificultades, la entrada de los vecinos exsoviéticos, Polonia y Lituania, en la OTAN (1999; 2004) y la Unión Europea (2004) tensó gravemente la relación con Moscú.
En el actual panorama geopolítico, la situación en torno a Kaliningrado se ha vuelto particularmente delicada, hasta el punto de ser uno de los puntos álgidos de la confrontación entre Rusia y Occidente. Desde la invasión de Crimea en 2014, Polonia y Lituania aplican sobre el óblast un estricto control sobre el tránsito de bienes y gentes, como parte del paquete de sanciones de la Unión Europea. Este ahogamiento de Kaliningrado ha aumentado tras la aprobación de nuevas sanciones como respuesta a la invasión rusa del resto de Ucrania en 2022. Vladimir Putin no ha dudado en amenazar a Lituania con represalias que «afecten desastrosamente a su población» si persiste en el bloqueo, pero sus amenazas no han impedido que el Báltico se convierta en un espacio cada vez más hostil a Rusia.
La adhesión de Suecia y Finlandia a la Alianza Atlántica ha alterado por completo la balanza de poder en la región, convirtiendo el Báltico prácticamente en un mar interno de la OTAN, a excepción de una franja de costa rusa frente a Petersburgo y Kaliningrado. Ello ha convertido el óblast en todo un portaviones ruso en el centro de una zona OTAN. Después de años alejado de la mira estratégica del Kremlin, el enclave ha recuperado ahora todo su potencial como punta de lanza directamente orientada hacia el corazón de Europa. Además de albergar la flota báltica y de servir como primer baluarte de defensa, es muy probable que, como parte de su remilitarización, el régimen de Putin lleve cabezas nucleares a la región (o simplemente aumente su número; son muchos en los Estados bálticos los que creen que nunca se retiraron de allí).
Sería irracional que Putin intentase algún movimiento contra los países que asfixian el óblast, tanto como que la OTAN tratara de estrechar aún más el cerco sobre éste. Pero la tensión entre ambos bloques es palpable. Según se recrudezca (o estanque) la guerra de Ucrania, Putin puede desviar su mirada hacia el Báltico y utilizar Kaliningrado para asestar un nuevo golpe a Europa.