Existe una especie de fatalidad en la historia de la aviación, o más bien en la historia de los sobrevuelos de la URSS. El clima de vigilancia contra el espionaje mantenido por las autoridades a través de todas las épocas ha convertido en muchos casos las intromisiones aéreas en otros tantos asuntos de Estado con graves consecuencias humanas o políticas. En 1960, el vuelo del piloto norteamericano Gary Powers, a bordo de un avión espía U-2, terminó no sólo con la destrucción del avión y la captura del piloto, sino también con una crisis de primer orden entre Moscú y Washington. El asunto precipitó las tensiones entre la URSS y China y estuvo a punto de costar su puesto a Kruschef. En 1983, el sobrevuelo de Sajalin por un avión de línea surcoreano llevó a la muerte a casi trescientos pasajeros y tripulantes, por no hablar de las grietas que el drama abrió en la alta jerarquía militar y en el entorno de un Yuri Andropov ya agonizante.
En estas condiciones, y a pesar del clima más distendido que ha suscitado Gorbachov, podía esperarse que la intrusión del joven piloto alemán Mathias Rust, desde Helsinki, el 28 de mayo de 1987, a bordo de una avioneta Cessna, en el espacio aéreo soviético, tendría consecuencias graves. Y tanto más un aterrizaje aquella misma tarde en medio de una plaza Roja llena de turistas. Y todavía un sacrilegio más grave: previamente la Cessna había sobrevolado varias veces el Kremlin y su sanctasanctórum, el edificio del Senado, donde el Politburó debería haberse reunido a esa misma hora, como todos los jueves, si Mijaíl Gorbachov no se hubiera encontrado ese día en Berlín Este en una reunión del Pacto de Varsovia.
Se hablará mucho aún sobre lo que pueda haber detrás de este asunto…