La victoria de Donald Trump en la última elección presidencial estadounidense fue como una descarga eléctrica para los mexicanos. Pensábamos que nuestra amistad con Estados Unidos era eterna y así, de repente, estábamos al borde de la guerra con tan poderoso vecino. Su presidente nos ha denunciado como criminales, violadores y narcotraficantes, nos ha señalado porque –dice– hemos descargado en su territorio nuestros problemas y lo peor de nosotros mismos. También nos ha acusado de aprovecharnos de ellos con un tratado de libre comercio injusto que –según él– les ha costado millones de empleos e inversiones, mientras que los beneficios para los mexicanos han sido muchos y grandes.
Sin embargo, el asunto que verdaderamente le importa es la migración, y las medidas que ha anunciado para expulsar al mayor número posible de mexicanos prueban que le molesta esa presencia porque no hablamos inglés y porque no somos blancos. Así quedó demostrado durante la campaña presidencial que por momentos fue monotemática, sobre todo una vez que Trump probó el atractivo popular de un asunto profundamente emotivo que remueve la xenofobia y el racismo de un alto porcentaje de estadounidenses blancos de bajos ingresos o desempleados, y poco educados. Para su regocijo, el entonces candidato republicano prometió construir un muro “alto, fuerte y hermoso” para proteger su frontera Sur. Y para añadir ofensa al insulto, ha dicho con sorna que todavía no lo sabemos, pero que nosotros vamos a pagar los más de 21.000 millones de dólares que costará el muro. Cifra que, en su opinión, apenas compensa lo que hemos esquilmado a nuestro ingenuo vecino.
Este anuncio trae consigo el acta de defunción del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, en inglés) que se firmó en 1994, en medio de gran entusiasmo por parte del gobierno de Carlos…