La relectura de las memorias de Jean Monnet continúa ofreciendo una imagen muy real, no sólo de la verdadera sustancia de la integración europea, sino también, y de manera indisoluble, de la personalidad y el pensamiento de quien fue el padre “intelectual” de la construcción europea.
Es habitual afirmar que las memorias de toda personalidad política son, sobre todo, un espejo de su obra y de las condiciones sociopolíticas en las que ésta se desarrolló, más allá de la visión subjetiva que de sí mismo nos da el autor. Siempre he considerado que estas memorias, más que un testamento, constituyen la justa medida tanto de su autor como del proyecto que le guio toda su vida, y en el que se aúnan a la vez acción y reflexión.
En Jean Monnet se da esta característica, la de un hombre para el que acción y pensamiento son las dos caras de una misma moneda. Monnet, desde su visión pragmática de “empresario de la res publica”, fue un hombre creativo, perspicaz, riguroso, con una integridad y un desinterés personal ejemplares.
Memorias, de Jean Monnet
Madrid: Siglo XXI y Asociación de Periodistas Europeos
1985. 564 páginas
Después de haber contribuido a la victoria de los aliados durante las dos guerras mundiales, dedicó su vida a estabilizar Europa, alejándola del epicentro de la guerra en torno a la cual se desarrollaba el momento más importante del ciclo vital de cada generación de europeos, como magistralmente describió ese otro gran europeo que fue Thomas Mann en su Montaña mágica; a reconciliar a los antiguos enemigos, haciendo de esta reconciliación el elemento central de la unión del continente.
Esta doble perspectiva, la del hombre de acción que dedica sus esfuerzos a conseguir la victoria para, sobre la base de su experiencia, efectuar una reflexión y sacar una línea de acción inflexible, la de garantizar la paz mediante la puesta en común de las capacidades de los pueblos europeos al servicio del progreso y de la prosperidad, marca la línea directriz de sus memorias.
Originario de Cognac, al suroeste de Francia, donde nació en 1888 en el seno de una familia de productores de licor, Jean Monnet estuvo siempre marcado por su entorno familiar y social: el enraizamiento en la tierra, el sentido práctico, la prudencia, la austeridad del lenguaje y la desconfianza en las ideas abstractas y generales.
En una época en la que el nacionalismo y la xenofobia se extendían sobre Europa, Monnet aprendió a considerar a los extranjeros como aliados en la búsqueda de la prosperidad de los europeos. Como bien explica en sus Memorias, por la necesidad de garantizar el mantenimiento del negocio de exportación de bebidas alcohólicas, “en Cognac no se era nacionalista en una época en la que Francia lo era”. Su responsabilidad como ciudadano del mundo –enviado por su padre con dieciséis años, primero a Reino Unido y luego a EE UU para familiarizarse con los negocios– desbordará el marco nacional desde su juventud.
Así, al estallar la Primera Guerra mundial, su patriotismo le llevó al convencimiento de que la mejor manera de servir a su país era participando en la coordinación del esfuerzo económico de guerra de los aliados. Consciente de que el resultado del conflicto dependía no sólo del heroísmo de los hombres, sino también de la producción y de la organización, desempeñó un papel decisivo en la creación de los famosos executives, comités encargados de coordinar y racionalizar la actividad económica de los aliados. Entre éstos cabe mencionar el pool de transportes marítimos que en 1917, con la guerra submarina y la entrada en el conflicto de Estados Unidos, tuvo que desplazar a través del Atlántico a los dos millones de soldados y los materiales correspondientes, que harán bascular por primera vez el curso de la contienda.
Impresionados por las capacidades de este joven, el presidente Wilson, lord Balfour y Clémenceau lo nombraron secretario general adjunto de la naciente Sociedad de Naciones. Durante este período, organizó las condiciones que hicieron posible el reparto de la Alta Silesia entre Polonia y Alemania, así como la constitución de un tribunal independiente de arbitraje. Fue el instigador del plan de organización y estabilización de las finanzas de Austria, así como de los Comités técnicos, que constituyeron el embrión de una organización europea ya en el período de entreguerras.
Desgraciadamente, los Estados se negaron a delegar a la Sociedad de Naciones los poderes necesarios para hacer frente a los problemas y desafíos que se multiplicaron en Europa y en el resto del mundo después de Versalles, y Jean Monnet, en coherencia consigo mismo y aprovechando la llamada familiar para hacerse cargo de sus negocios, dejó la organización a finales de 1923, no sin antes incorporar a su bagaje de experiencia la convicción de que ningún diseño supraestatal era posible sin la existencia de una estructura institucional y jurídica autónoma que garantizase su desarrollo y el respeto del interés general más allá de los legítimos intereses particulares.
Ya en calidad de empresario y, posteriormente, de banquero y experto económico, continuó participando en varias misiones internacionales destinadas a estabilizar y desarrollar las economías de numerosos países debilitados por la guerra y por la crisis. En estos años fue posible encontrarlo en plena acción en lugares tan dispares como Varsovia, Bucarest, San Francisco, Estocolmo, Shanghai o Nueva York. Una vez más, la experiencia de la economía real le iba a resultar fundamental en sus planes sobre Europa.
Al tener conocimiento del primer decreto de Hitler contra los judíos en 1935, declaró: “Un hombre que es capaz de hacer eso a sus semejantes hará la guerra”. A partir de ese momento, no dejó de pensar en el enfrentamiento ineludible. Convencido de que al papel estratégico que los transportes marítimos desempeñaron en la Primera Guerra mundial le sustituiría el de la aviación, en 1938 consiguió que Francia hiciera a Estados Unidos un pedido importante de aviones de guerra muy modernos. Esta operación, apoyada por Franklin D. Roosevelt, supuso el lanzamiento de la industria aeronáutica y preparó el terreno para otra idea de Jean Monnet: el “Victory program”.
Al estallar el enfrentamiento, Jean Monnet fue encargado de nuevo de la coordinación del esfuerzo de guerra franco-británica. El 16 de junio de 1940, con la ayuda del general De Gaulle, propuso a Winston Churchill y a Paul Reynaud la unión inmediata de Francia y Gran Bretaña (The declaration of Union), pero los acontecimientos se precipitaron y malograron esta posibilidad. Entonces, Churchill nombró a Monnet miembro del British Supply Council en Washington. Es allí donde, convencido de que Estados Unidos no podría quedarse mucho tiempo al margen del conflicto, tuvo la idea de convertir dicha institución en “arsenal de las democracias en guerra”, así como de dotar a EE UU de un plan de movilización del conjunto de sus recursos, que se convertiría, bajo el mando del presidente Roosevelt y de John Mc Cloy, en el “Victory program”, operativo tras el ataque a Pearl Harbor en 1941.
Semejantes antecedentes ya revelaban la personalidad de este hombre, con imaginación, ingenio, pragmatismo, tenacidad, paciencia, discreción, eficacia, disciplina y concentración, rasgos que se confirmarán y desarrollarán después de la Segunda Guerra mundial. Jean Monnet era a la vez, a esas alturas de su vida, un visionario y un hombre de acción, y quería acelerar la historia. Sin embargo, tenía el sentido del tiempo, y sabía que “idea” y “realización concreta” deben instalarse temporalmente en la misma longitud de onda y que, para ello, los hombres necesitan instituciones. La reflexión y la experiencia le habían enseñado que “nada es posible sin los hombres y nada dura sin las instituciones”.
Jean Monnet deseaba dotar a Europa de instituciones eficaces, de acuerdo con la máxima de Henri Amiel que citaba a menudo: “La experiencia de cada hombre vuelve a comenzar. Sólo las instituciones se vuelven más sabias: éstas acumulan la experiencia colectiva, y con esta experiencia y sabiduría, los hombres sometidos a las mismas reglas verán no sólo que cambia su naturaleza, sino que su comportamiento se modifica gradualmente”.
Estas ideas se fueron materializando a partir de 1946, cuando Jean Monnet utilizó su cargo a la cabeza del Comisariado del Plan francés como laboratorio de ensayo de su proyecto europeo. Reveladora es, en este sentido, la lectura del capítulo dedicado en sus memorias a la cuestión del “método”, idea capital en la futura construcción europea, y que Monnet desarrolló y maduró durante su estancia en el Plan junto a sus colaboradores, muchos de los cuales fueron continuadores de su acción en el plano político, como Walter Hallstein, con quien comenzó ya entonces su relación, o en el plano académico, como los profesores Reuter o Duverger.
En 1950, ante la tensión creciente, Monnet consideró que había llegado el momento de dar un paso irreversible hacia la unión de los países europeos, no por razones teóricas, sino para responder a las preocupaciones cotidianas de la gran mayoría de los ciudadanos. Había que actuar antes de que la herida de las dos guerras mundiales cicatrizara, para evitar que las rivalidades nacionales en Europa persistieran o volvieran a surgir. Al mismo tiempo, era consciente de que no se podían repetir los errores del tratado de Versalles y que la unión no se mantendría si no reposaba sobre una base de igualdad entre las partes.
Sin embargo, para Monnet, la creación de una Comunidad Europea no era en ningún caso sinónimo de nivelación. Al contrario, una unión como la imaginada por él debía respetar las realidades nacionales, la diversidad de los temperamentos y de las costumbres, las tradiciones y el carácter de cada país, única manera para que el proceso de integración encontrara su propia legitimidad. En otros términos, el pragmatismo de Jean Monnet no estaba imaginando una transposición mecánica de modelos existentes como el estadounidense, sino la creación de un modelo supranacional tendente a superar el marco de acción estrictamente nacional, pero sostenido en las diferentes identidades nacionales.
Y, sin embargo, su realismo está impregnado de optimismo, basado en su convicción de que por encima de los antagonismos de antaño, existe entre los países de nuestro continente un conjunto de valores civiles y culturales comunes, y que gracias a la fuerza de estos factores positivos, bien estimulados, se puede vencer la división.
En 1950, Monnet se reunió con algunos de sus colaboradores íntimos para elaborar un plan a partir de esas ideas generales. No debe extrañar, pues, que dichas ideas se concretaran en lo que poco después se convirtió en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Su proyecto consistía en limitar el inicio del proceso de integración a la “europeización” del sector del carbón y del acero, debido al doble poder que estas dos materias primas simbolizaban: al mismo tiempo llave de la potencia económica y del arsenal donde se forjaban las armas de guerra. La CECA era un proyecto económico y, a la vez, un objetivo político: su plan maestro consistía en abrir una brecha en las soberanías nacionales suficientemente limitada como para lograr los consentimientos, y suficientemente profunda como para encaminar a los Estados integrantes hacia la unidad necesaria para la paz.
Robert Schuman, entonces ministro de Asuntos Exteriores francés, recogió, con la complicidad del canciller alemán Konrad Adenauer, el plan de Jean Monnet y, después de lograr su aprobación por parte del gobierno francés, hizo pública su famosa declaración del 9 de mayo de 1950.
A partir de ese momento, las negociaciones políticas se aceleraron y el 18 de abril de 1950 se firmó el tratado de París, creador de la CECA, y Monnet fue nombrado presidente de su alta autoridad, antecesora y modelo de la Comisión, y en cuya misma constitución, como guardiana de los tratados y defensora del interés general, se concreta buena parte del famoso método comunitario: una estructura institucional autónoma, con competencias atribuidas, y el establecimiento del imperio de la ley a través de un ordenamiento jurídico propio, común a todos los miembros de la Comunidad.
En la CECA encontramos las razones de ser de la construcción europea: garantizar la paz mediante el progreso y la prosperidad económica comunes, construyendo, paso a paso, una Europa unida a través de lo que el preámbulo del tratado de París denomina “realizaciones concretas que creen, en primer lugar, una solidaridad de hecho, y mediante el establecimiento de bases comunes de desarrollo económico”, y poniendo así “los primeros cimientos de una comunidad más amplia y profunda entre pueblos, tanto tiempo enfrentados por divisiones sangrientas, y a sentar las bases de instituciones capaces de orientar hacia un destino en adelante compartido”.
La eficacia de Monnet y el éxito de su plan se debió a que había evaluado de forma realista sus propios talentos y cómo utilizarlos para resolver problemas que le interesaban. Por regla general, la solución a estos problemas pasaba por un cambio a nivel político. Había comprendido que le faltaban el temperamento o el talento para alcanzar una fuerte posición política o un papel de jefe político y que, por consiguiente, tenía que contar con sus capacidades para influir en quien ostentara tal responsabilidad. Su poder dependía, por lo tanto, de su capacidad de persuasión, sin ejercer ninguna presión, con la fuerza de sus argumentos. Para alcanzar el éxito, sus proposiciones debían basarse en un diagnóstico sólido del problema y en una solución eficaz; además debían ser expuestas con simplicidad y claridad para sensibilizar a los responsables políticos. Por último, carecía de toda ambición, y estaba dispuesto a dejar que los responsables políticos se atribuyeran el mérito. Como diría posteriormente el canciller alemán Helmut Schmidt, Monnet es el ejemplo raro del “hombre político que consigue realizar su obra sin el factor esencial que es el poder”.
Que la aventura europea iba a ser tortuosa y llena de contradicciones y crisis, formaba parte para Jean Monnet del propio proceso de integración. Así, tras el fracaso del proyecto de Comunidad Europea de Defensa, no se desanimó y afirmó: “Siempre he pensado que Europa se haría en las crisis, y que sería la suma de las soluciones aportadas a éstas”. Monnet creía que había que saber escoger el momento; que en período de crisis, si la misma es bien dirigida, los gobernantes terminan por tomar decisiones más valientes de las que hubieran tomado en tiempos menos difíciles. A la vez, es un optimista racional, persuadido de que la razón acabará por triunfar, aunque ello requiera tiempo. Después de haber señalado los objetivos y de haber reconocido la ocasión de decidir y actuar, Jean Monnet nos ha enseñado que hay que fijarse plazos para así realizar los objetivos.
Con el fin de ser libre para relanzar la construcción de Europa, tras el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa en 1954, dimitió como presidente de la alta autoridad, y fundó, en 1955, el Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa. Este comité, que reunía a partidos políticos y sindicatos europeos, sería un gran instrumento de acción, inspiración y presión, de agitación, en el sentido noble del término, de todas las iniciativas a favor de la unión europea.
Con una rara lucidez, Monnet se dio cuenta, con la nacionalización del canal de Suez en 1956, de los problemas que supondría en el futuro el suministro energético en Europa. Concluyó con la necesidad de encontrar una solución europea para la utilización pacífica de la energía atómica e impulsó así, en 1957, el nacimiento de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom).
Pero, además, si la construcción política no era todavía posible, el método pragmático, o funcional, inseminado por Jean Monnet, iba a demostrar su capacidad de adaptación a la realidad política, con la decisión, lanzada en Messina en 1955, de crear una Comunidad Económica Europea tendente a realizar un mercado único y que ha constituido, con el tiempo, el impulso decisivo a la construcción europea. Esta etapa no era un fin en sí, sino la base económica necesaria para la realización de una futura unión política, objetivo indispensable para lograr una Europa que quiera controlar sus problemas de seguridad, y deseosa de participar con un peso mayor en la paz y el desarrollo internacionales.
Después de la firma de los tratados de Roma, Jean Monnet y el comité de Acción para los Estados Unidos de Europa no dejaron pasar una sola ocasión para promover la consolidación y la ampliación de las comunidades, favoreciendo la adhesión británica, la creación del sistema monetario europeo y la elección del Parlamento Europeo por sufragio universal directo.
La cumbre europea de París de octubre de 1972 constituyó para un hombre como Jean Monnet un momento capital en su proyecto, con la reincorporación de Gran Bretaña a la casa común, y le incitó a elaborar un proyecto de gobierno europeo provisional, proyecto que desempeñará un papel importante en la creación del Consejo Europeo, institución que para Jean Monnet constituía el vértice político que debía impulsar una unión más política y de quien recibió en 1976 el título de “ciudadano de honor de Europa”. Retirado al sur de París, Jean Monnet dedicó sus últimas fuerzas a redactar sus memorias. Hasta sus últimos días, guardó la convicción de que las naciones han de unirse para sobrevivir.
Tras la lectura de sus memorias, nos queda la imagen de un experto en el arte de transformar una idea en una realidad. Como dijo Mario Soares, presidente del Movimiento Europeo, “hablar de Jean Monnet es hablar de un hombre que ha dedicado toda su vida a transformar en una realidad un proyecto que muchos consideraban como irrealizable. Es hablar de la fuerza de una personalidad para la cual los obstáculos no son sino una razón para alcanzar un ideal que consideraba de orden superior. Es, en resumen, hablar de la fuerza de un sueño cuando éste tiene a su servicio una voluntad de hierro y una esperanza fundada en la capacidad de los hombres de cambiar y de ir hacia adelante”.
La obra de Jean Monnet constituye no un simple referente histórico o testimonial. En Estados Unidos, desde la escuela, sus ciudadanos aprenden el sentido de una expresión que yo encuentro muy reveladora, la de “los padres fundadores”, los cuales siguen estando de actualidad en la vida política y pública de dicho país. No me cabe ninguna duda de que Jean Monnet, profundamente enraizado en su realidad local, nacional y europea merece este calificativo de “padre fundador” en toda la extensión del término.
En cualquier caso, la relectura en español de sus Memorias ha continuado sorprendiéndome como la primera vez que las leí, combinando amenidad con profundidad. Su mensaje sigue siendo de plena actualidad.