La lucha contraterrorista de la UE, en cooperación con el Magreb, debería enmarcarse en la estrategia de la ONU.
El actual terrorismo global, es decir el terrorismo que está relacionado directa o indirectamente con Al Qaeda, sigue siendo una amenaza común al Mediterráneo Occidental. Aunque su significado varía notablemente de una a otra orilla, oscilando entre la definición que de dicho fenómeno se hace como problema de seguridad interior en las democracias liberales del sur de Europa y el factor de inestabilidad política en que puede llegar a convertirse para los regímenes del norte de África. Tampoco los avatares de dicha violencia son uniformes, ni siquiera en cada uno de esos ámbitos. En Argelia, por ejemplo, los atentados resultan especialmente frecuentes y, en los últimos años, una porción más que significativa de los mismos son de carácter suicida y considerablemente letales. En Marruecos, Túnez y Libia, pese a que no ocurre así, sus respectivos servicios de seguridad han desarticulado recientemente un buen número de células o redes terroristas, deteniendo a centenares de individuos. Nada tiene de extraño que algunas de estas operaciones policiales hayan impedido otros hechos que podrían haber sido tan cruentos como los de 2002 en Yerba o los de 2003 en Casablanca, por aludir a los más relevantes. Mientras tanto, el escenario del terrorismo global se extiende desde los aludidos países del Magreb hacia otros situados más al Sur, ya en la franja del Sahel, como Mauritania, Mali o Níger.
Al mismo tiempo, ese terrorismo relacionado de uno u otro modo con Al Qaeda que se encuentra establecido en la ribera sur del Mediterráneo occidental proyecta también su amenaza hacia el Norte, hacia el espacio de la Europa meridional. Y es que no sólo afecta a ciudadanos e intereses de Francia, España o Italia en la región…