LA evolución de la cooperación entre los países del sur del Mediterráneo y la Unión Europea ofrece hoy un panorama poco alentador. Parece como si se hubiera producido un retorno a la casilla de salida, a aquellos años sesenta de escasas relaciones con la región. La fragmentación y el déficit de atención tal vez reflejen las divisiones internas y el impacto del populismo. Si la UE quiere recuperar un estatus internacional de relevancia, necesitará, entre otras dinámicas, adoptar una política estratégica en el Mediterráneo que permita una cooperación mucho más estrecha e integrada entre los actores del Norte y del Sur y, a través de estos últimos, hacia el resto de África.
Las primeras etapas en esta relación son bien conocidas. En la primera fase poscolonial, el Magreb fue fundamentalmente fuente de mano de obra barata para los países europeos y una región dividida por la guerra fría, con una Europa introspectiva que miraba hacia el Norte y el Atlántico. La crisis del petróleo de los años setenta supuso un revulsivo, la comprensión de que los países árabes son un actor político a tener en cuenta. Argelia o Egipto tuvieron un gran protagonismo político en las décadas siguientes y atrajeron mayor atención, mientras se desarrollaba el Diálogo Euro-Árabe.
Cuando Francia e Italia consolidaban sus políticas mediterráneas, la incorporación de España, Portugal y Grecia a la entonces Comunidad Europea desplazó hacia el sur el centro de gravedad de la proyección exterior europea. Con un gran impulso desde España, desde finales de los años ochenta se sucedieron distintas iniciativas que convergieron en 1995 en el hito de la Conferencia de Barcelona.
Barcelona reflejó bien las dinámicas de la época: a pesar de que había resistencias para comunitarizar las relaciones con el Sur (y, en general, las relaciones exteriores), y de los intereses…