Sigue estando claro que a ninguno de los actores implicados le interesa racionalmente una guerra. Pero en un proceso de acción y reacción que se prolonga desde hace tiempo, tanto Irán por un lado, como Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí por otro, no hacen más que alimentar una tensión que puede acabar fuera de control para cualquiera de ellos. En esa línea, el asesinato de Mohsen Fakhrizadeh, identificado ya en 2018 por Benjamin Netanyahu como el principal responsable del programa nuclear iraní, añade más leña al fuego.
A la espera de la reacción de Teherán, resulta evidente que con su eliminación no se ha buscado detener el polémico programa iraní. Nada parecido ha ocurrido en estos últimos años como resultado de la estrategia estadounidense de “máxima presión”, o la aplicación de la doctrina Beguin israelí, los ataques informáticos (Stuxnet y Flame) y la pérdida de otros científicos nucleares como Tehrani Moghaddam en noviembre de 2011, encargado del programa de misiles, o el del general Qasem Soleimani en enero de 2020, encargado de liderar las brigadas de élite de los pasdarán (Fuerza Al Quds) y las operaciones especiales en diferentes países vecinos.
En esta ocasión, en paralelo a las acostumbradas proclamas revanchistas para vengar la muerte de quien ha sido enterrado con honores de Estado, el majlis iraní ya se ha apresurado a poner en marcha un proceso legislativo que trata de marcar la agenda del presidente Hasán Rohaní, estableciendo un aumento en el presupuesto dedicado a ese capítulo, el incremento del número de centrifugadoras para lograr el enriquecimiento de uranio al 20% –a razón de 120 kilos al año–, la reactivación de la planta de Fordo, y la suspensión del Protocolo Adicional de 1997 (que permite inspecciones mucho más intrusivas a los inspectores del Organismo Internacional de Energía Atómica…