La nueva escalada de violencia entre Hamás e Israel se encuadra en la confrontación cíclica experimentada por los dos actores en poco más de una década (2008-09, 2012 y 2014). Previamente, Israel había declarado Gaza “territorio hostil” y bloqueado el enclave desde 2007. Pero tomar estos repetidos enfrentamientos como punto de partida implica el riesgo de perder la perspectiva, si no se advierte que son síntomas de causas más profundas. La principal violencia estructural deriva de la prolongada ocupación militar israelí (1967) y su incesante expansión colonial. Cuestión que, por conocida, no es la que más atención mediática suscita, ni tampoco la que mayor consideración acapara en la política internacional y regional, que se ha vuelto en la práctica indiferente, cuando no cómplice.
Pese al evidente fracaso del proceso de paz iniciado en Madrid en 1991 y continuado por Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Oslo en 1993, en momentos críticos como el actual se recita como un mantra la opción de los dos Estados en numerosas cancillerías –sobre todo europeas– y foros internacionales. Así, después de que la administración de Donald Trump la despreciara, ahora la de Joe Biden parece resucitarla. Sin embargo, la realidad sobre el terreno derivada de la ininterrumpida colonización israelí imposibilita la implementación de un mini-Estado palestino con continuidad territorial, cohesión demográfica y viabilidad económica, como advirtió en su día el secretario de Estado estadounidense John Kerry.
La responsabilidad de esta fragmentación territorial recae en los sucesivos gobiernos israelíes. Con diferente intensidad, han utilizado el proceso de paz a modo de cortina de humo para, en lugar de desmantelar y concluir la ocupación, seguir profundizando y perpetuando su dominación colonial. Ningún otro ejecutivo ha contribuido más a enterrar esa posibilidad que los presididos por Benjamin Netanyahu, debido a su continuidad…