Manual de ética política para liberales
El profesor de políticas públicas de la Universidad de Georgetown Joshua L. Cherniss se adentra en la obra de Albert Camus (1905-83), Raymond Aron (1905-83), Isaiah Berlin (1909-97) y Reinhold Niebuhr (1892-1971) para contribuir al antiguo debate sobre el liberalismo. En algún momento de sus vidas, estos cuatro pensadores se enfrentaron a la crueldad (ruthlesness) e insensibilidad moral de las ideologías y movimientos totalitarios del siglo XX.
En Four essays on liberty (1988), Berlin ya había planteado el problema clave que aborda Cherniss en Liberalism in dark times (liberalismo en tiempos oscuros): cómo enfrentarse al antiliberalismo sin traicionar al liberalismo en nombre de su defensa. Se trata del viejo dilema sobre si la tolerancia debe tolerar la intolerancia. Cherniss denomina la alternativa que propone un “maquiavelismo moderado” o “liberalismo temperado” que, entre otras cosas, prioriza en la acción política las actitudes éticas y las virtudes cívicas sobre las grandes ideas y principios. Las buenas instituciones y teorías políticas, sostiene, no son suficientes para definir una “vida política decente”, recordando que Bertrand Russell decía que la esencia del liberalismo no radicaba en las ideas que se defendían sino en cómo se defendían.
En Vida y destino (1959), Vasily Grossman subraya la paradoja comunista: su doctrina liberaba de las ataduras de la moral en nombre de la moralidad. Al convertir el propio concepto del bien en un mal mayor que la maldad misma, mezclaba indisolublemente idealismo y cinismo, fe absoluta y relativismo moral.
En pos de fines nobles y altruistas todo era permisible, incluso el genocidio. De hecho, Trotsky se burlaba de las condenas moralistas al terrorismo. El comunismo, según él, libraba una lucha de “vida o muerte” que requería un uso sin escrúpulos de la violencia. Durante el Tercer Reich, el juez nazi Roland Freisler defendió que debía erradicarse la idea misma de derechos fundamentales porque arrebataban al Estado esferas de libertad personal que no debían ser intocables.
Nadie está libre de las tentaciones totalitarias. En Suicide of the West (1964), James Burnham advirtió que si el liberalismo no era suplantado por un “implacable conservadurismo”, Occidente colapsaría; una especie de pacto con el diablo para llegar a Dios.
Cherniss sostiene que en el siglo XX la confrontación entre liberalismo y totalitarismo fue tanto ética como política e ideológica. Frente a las convicciones dogmáticas, contrapone las virtudes del ethos liberal: sobriedad, integridad, escepticismo, ironía, empatía, humanidad, realismo, honestidad intelectual, respeto, tolerancia y buen juicio, entre otras. La alternativa, escribe, es una ética “monomaniaca”, propia de regímenes autoritarios, liderazgos carismáticos, extremismos ideológicos y movimientos de masas que se creen en posesión de métodos políticos infalibles. Sin esas virtudes, los “liberales iliberales” corren el riesgo de imitar a William Colby, un agente de la CIA que para imponer la democracia en Vietnam recurrió a la tortura, el asesinato y la coerción. El idealismo militante crea la peligrosa ilusión de designio que no está atado a normas éticas o morales.
En Democracia y totalitarismo (1965) Aron advirtió que Occidente cometería un error fatal si pensaba que defendía una ideología integrista como el marxismo-leninismo, que creía haber descifrado los mecanismos de la historia.
La guerra fría no era la competencia entre dos sistemas políticos y económicos, sino entre un espíritu de dogmatismo y otro de apertura y tolerancia. Según Berlin, para enfrentar la intolerancia, el “inestimable don” del escepticismo era mejor que el espíritu de cruzada o de mesianismo porque, entre otras cosas, la gente tiene derecho de desentenderse, al menos de vez en cuando, de la política.