Los estadounidenses, especialmente en el siglo XXI, suelen subestimar los peligros derivados de los cambios de gobierno. La Revolución estadounidense fue un triunfo inopinado. El movimiento independentista se coció a fuego lento durante menos de una década antes de que estallara la guerra, que duró también menos de 10 años. Nació de ese conflicto un heterogéneo sistema político, fundamentado en la república, del que apenas había precedentes, y se convirtió en un modelo para países de todo el mundo a lo largo de los siglos siguientes. La Guerra de Secesión fue un conflicto sangriento y desgarrador, pero también un acontecimiento aislado del que nació, a su vez, una unión dotada de gran autonomía local que demostró capacidad de resistencia, aun restando aquí y allá focos de intolerancia. La nación surgida de esa guerra se convirtió en una potencia económica y militar, en la que, además, nunca se ha dado una transferencia violenta del poder político.
A lo largo y ancho del planeta se han puesto en marcha desde entonces cientos de movimientos independentistas que han vivido suertes dispares. Algunos conflictos se han prolongado décadas, precipitando en ocasiones masacres y migraciones forzadas. Cuando los independentismos generan nuevos Estados, estos suelen ser inestables y están sometidos a perennes amenazas, tanto intramuros como desde el exterior. Las economías en muchos casos sobreviven de crisis en crisis y policía y jueces se instauran en antagonistas y dejan de ser árbitros de la sociedad, convirtiéndose la seguridad en un efímero bien inmaterial. Estos movimientos independentistas no contribuyen a la estabilidad sino todo lo contrario, y es la ciudadanía la que termina sufriendo. En los peores casos, han dado lugar a Estados fallidos, cuya autonomía, por la que tanto se luchó, queda amenazada por una amalgama de feudos internos y poderes extranjeros que tratan de imponer…