El trigésimo aniversario del Tratado de Amistad, Cooperación y Buena Vecindad entre España y Marruecos, firmado en julio de 1991, ha transcurrido en un momento delicado y plagado de interrogantes sobre el futuro de las relaciones bilaterales. La persistencia del enfoque y discurso diplomático de Madrid, con una apuesta por la cooperación tan tozuda como la persistencia del doble talón de Aquiles territorial –las cuestiones del Sáhara Occidental y de Ceuta y Melilla–, no puede hacer pasar por alto todo lo que ha cambiado en estas tres décadas. Las grandes tendencias de entonces y las de ahora parecen ir en sentido opuesto. Desde la incertidumbre sobre la continuidad del orden liberal internacional y la desintegración del proyecto euromediterráneo de la Unión Europea, a la descongelación y desestabilización del conflicto del Sáhara Occidental, pasando por la escalada de tensiones y ruptura de relaciones diplomáticas entre Marruecos y Argelia, la comparación entre 1991 y 2021 sugiere que las circunstancias actuales son mucho menos propicias para una relación hispano-marroquí constructiva, donde prevalezca la cooperación sobre los elementos de conflictividad nunca superados.
En el contexto global de esta relación se da un contraste evidente entre el optimismo victorioso liberal resultante del fin de la guerra fría y la actual percepción de crisis del orden liberal internacional. En la coyuntura crítica de hace 30 años, la turbulencia no ensombrecía la convicción dominante sobre la inevitabilidad del supuesto círculo virtuoso por el que se esperaba ver florecer en paralelo –en esta y otras partes del mundo– el reformismo económico neoliberal, la liberalización y democratización política, y la cooperación internacional multilateral.
En relación con este último punto, los responsables políticos españoles de la época percibían una oportunidad inédita para el regionalismo a –y entre– ambas orillas del Mediterráneo. Como escribía en 1990 en esta revista Fernando Morán, entonces ministro de Exteriores del primer gobierno de Felipe González, la superación del orden bipolar hacía prever la “disminución del valor estratégico” y una nueva “primacía de los factores regionales” en el Mediterráneo occidental. En la encrucijada actual, sin embargo, se están viendo socavados buena parte de los cimientos del orden internacional posterior a 1945, que alcanzó su apogeo y extensión global en la década de los noventa. Los cambios en la estructura de poder asociados al declive de la hegemonía estadounidense, las horas bajas del multilateralismo y los impulsos de desintegración regional han ido acompañados de un cuestionamiento del (neo)liberalismo como sustrato normativo e ideológico, por distintos y contradictorios flancos.
En el plano regional macro, estos procesos han confluido con la práctica desintegración del proyecto regional euromediterráneo, que tuvo su edad de oro también en los años noventa. Entonces, la ambición transformadora de la UE y de los miembros del Sur, como España, llegó al punto de “reinventar” el Mediterráneo como región; marco de identidad común, etiqueta y escala geopolítica prioritaria, en lugar de línea de frontera y falla. Tan audaz idea se institucionalizaría con la Asociación Euromediterránea (AEM) o Proceso de Barcelona (1995-2008), un innovador marco de cooperación multilateral destinado a promover la integración birregional, el desarrollo compartido y la estabilidad en las dos orillas. Realista o wishful thinking, era una apuesta vital para la política exterior española hacia el Magreb y sobre todo hacia Marruecos.
La principal novedad para España desde la entrada en la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1986 fue la estrategia de europeización: establecer un triángulo España-Europa-Mediterráneo donde los tres vértices se reforzaran mutuamente. La visión de la europeización iba a avanzar desde los intereses nacionales más estrechos –el deseo de “librarnos de la presión marroquí”, en palabras de Morán, en políticas recién comunitarizadas como las de agricultura y pesca– a un protagonismo genuino de Madrid en sucesivas iniciativas de cooperación multilateral que culminarían con el lanzamiento de la AEM.
Treinta años y varios giros de guion después –la nueva era de diferenciación bilateral encarnada en la Política Europea de Vecindad (PEV, 2004); la despolitización funcionalista y tecnocrática promovida por la Unión por el Mediterráneo (2008); la desorientación estratégica causada por las revueltas árabes de 2011–, el optimismo liberal de la empresa de “construir una región mediterránea” ha sido reemplazado por una tendencia de la UE y sus Estados miembros al repliegue y la crisis de identidad. El resultado es una merma drástica de la ambición y el alcance de las políticas europeas hacia el Magreb y Oriente Próximo, reducidas en gran medida a epifenómeno de una política antiinmigratoria sobredimensionada y contraproducente en términos de poder.
La revisión de la PEV de 2015 y la Estrategia Global de la UE de 2016 disfrazaban esta renuncia con significantes vacíos como “resiliencia” o “pragmatismo con principios”. La actual Comisión Europea, constituida en 2019, se proclamó paradójicamente “geopolítica”. En todo caso, en lo que concierne a las relaciones España-Marruecos, el colapso del proyecto euromediterráneo no ha impedido a Madrid seguir recurriendo a una estrategia de europeización. Así lo ha demostrado la respuesta a los acontecimientos de Ceuta de mayo de 2021, que el gobierno español caracterizó como una “inusitada crisis migratoria en la frontera exterior de la UE con Marruecos”. La diferencia es que parece haber retornado la versión de la europeización de finales de los ochenta, las de las patas más cortas.
Plano regional micro
El Magreb de hace tres décadas era el del restablecimiento de relaciones bilaterales entre Marruecos y Argelia (1988) y la fundación de la Unión del Magreb Árabe (UMA, 1989), mientras que en 2021 las tensiones recurrentes entre estos dos países vecinos dieron un salto cualitativo, con una nueva ruptura diplomática e incluso tambores de guerra. La prometedora apuesta por la cooperación de finales de los años ochenta se produjo en respuesta a factores externos como la ampliación meridional de la CEE, con su impacto negativo sobre las condiciones comerciales preferenciales para la entrada de productos magrebíes en el mercado europeo, así como a la percepción interna de una nueva amenaza para la seguridad, compartida por los regímenes de Rabat, Argel, Túnez, Trípoli y Nuakchot, como era la emergencia de potentes movimientos de oposición islamistas.
La evolución positiva del proyecto regional magrebí era determinante para la política exterior española de entonces, porque permitía contemplar la posibilidad de superar lo que algunos denominaron la “estrategia de equilibrio” o de “compensación” heredada del tardofranquismo, sustituyéndola por una nueva “estrategia global” más constructiva. Esta dicotomía contraponía la tradicional visión de Madrid de las relaciones con Marruecos y Argelia como un juego de suma cero, traducida en una política reactiva de gestos compensatorios o “una sucesión de actos alternativos en un sentido y en otro”, según Morán, con un enfoque win-win basado en la promoción de la integración regional, el desarrollo y la estabilidad de la zona. Eso sí, la estrategia global solo se realizó de forma parcial, entre otros motivos por el encadenamiento del conflicto argelino de los años noventa, el cierre de su frontera terrestre con Marruecos (1994) y el bloqueo prematuro a la UMA.
Ahora, la escalada argelino-marroquí de 2021 ha dado al traste con la más exitosa y funcional criatura de la estrategia global, el gasoducto Magreb-Europa, operativo desde 1996, además de mostrar a un gobierno español abocado a medidas reactivas y compensatorias al más viejo estilo. Dado el estrecho margen de maniobra de Madrid, solo queda esperar que las relaciones intramagrebíes se atengan a su pauta histórica de conflictividad estable o estabilidad conflictiva. Según Hassan Hami, para los regímenes poscoloniales de Argelia y Marruecos este ha sido durante décadas “un juego inofensivo, porque les permite a la vez sobrevivir a las crisis internas, consolidar las instituciones que defienden o encarnan y, en definitiva, mantener un equilibrio pragmático controlado”. Los ingredientes perniciosos añadidos al cóctel en los últimos meses –como la creciente interferencia en el Magreb de actores de Oriente Próximo como Israel o Emiratos Árabes Unidos y el uso provocador marroquí de las demandas de autonomía o autodeterminación de la Cabilia, con objeto de agitar aún más las aguas revueltas de la política interna del país vecino, aparente detonante de la decisión argelina de romper relaciones– no tienen por qué cambiar la esencia del juego bilateral de siempre.
«Más allá del consabido colchón de intereses entre España y Marruecos, la necesidad mutua inmediata abre ahora una oportunidad para restablecer el entendimiento»
Al mismo tiempo, ya sea el huevo o la gallina, el conflicto del Sáhara Occidental se ha mantenido como nudo gordiano de la hostilidad bilateral entre Marruecos y Argelia y la falta de integración regional del Magreb. En este sentido, la trayectoria desde 1991 hasta hoy traza un ciclo completo a partir de la firma a la ruptura de alto el fuego entre Marruecos y el Frente Polisario. Este fue aceptado por ambas partes con el Plan de Arreglo auspiciado por Naciones Unidas, que preveía un referéndum de autodeterminación para el pueblo saharaui y permitió pasar de la guerra a una nueva fase de conflicto congelado. El Plan de Arreglo tenía la limitación intrínseca, quizá inevitable, de haber sido concebido como el inicio de un proceso de paz en lugar de un acuerdo final integral y estar, por tanto, sujeto a la cooperación voluntaria de las dos partes –una condición incierta en ausencia de presión internacional significativa–. A pesar de los cabos sueltos, en un primer momento dio pie a un círculo virtuoso para el conflicto en sí, en el que cesó la violencia a gran escala, y para las relaciones argelino-marroquíes, que emprendieron una dinámica positiva propia poniéndolo brevemente entre paréntesis.
En contraste, la tendencia del conflicto del Sáhara Occidental en el último año ha estado marcada por una espiral de desestabilización sobre el terreno, con el regreso de la confrontación armada a raíz de la crisis de Guerguerat; y a escala regional e internacional, con el reconocimimiento anunciado por Donald Trump de la soberanía marroquí sobre el territorio saharaui. Si la amenaza del retorno a las armas tenía un valor estratégico y casi existencial para el Polisario, su traducción en la práctica desde noviembre de 2020, en lo que la ONU califica de “hostilidades de baja intensidad”, está muy lejos de un estado de guerra abierta capaz de atraer la atención internacional y sacar la resolución del conflicto de su eterno punto muerto. Por su parte, aun manteniendo su posición de fuerza, Marruecos ha tenido que aceptar que cantó victoria antes de tiempo con el reconocimiento de Trump. Dada la negativa de otros países occidentales a subirse al carro de tan inopinado asalto al statu quo y la ambigüedad intencionada al respecto de la administración de Joe Biden, que ha optado por no rescindir ni materializar la decisión heredada, Rabat ha acabado por ceder en su maximalismo y volver formalmente al redil del proceso de negociaciones de la ONU, dando su visto bueno al nombramiento de Staffan de Mistura como nuevo enviado personal del secretario general.
España es seguramente el país más aliviado con el regreso de Rabat al marco ya conocido de (ir)resolución del conflicto, por estéril que sea, ya que fue el mayor damnificado de la agresiva estrategia de presión con la que Marruecos intentó multiplicar su victoria en Washington. Una victoria que provocó una profunda crisis bilateral y cuya novedad más notoria fue el uso abierto, sin precedentes por su explicitud, del “arma de migración masiva” en la frontera de Ceuta en mayo de 2021. En paralelo, el varapalo reciente de la doble sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) contra la inclusión del Sáhara Occidental en los acuerdos de comercio agrícola y pesca entre la UE y Marruecos, no por esperado menos contundente, ha vuelto a mostrar en Rabat la importancia de la discreta intercesión española a favor de sus intereses tanto en Bruselas –en el seno del Consejo– como en Luxemburgo –como parte en el juicio del TJUE–.
Más allá del consabido colchón de intereses creado por la elevada interdependencia económica, social y de seguridad entre los dos países vecinos, convertido en estructural pero inefectivo como varita mágica contra la conflictividad cíclica asociada a las cuestiones territoriales irresueltas, es esta necesidad mutua inmediata la que abre ahora una oportunidad para restablecer el buen entendimiento entre España y Marruecos.
Es momento de transaccionalidad y pragmatismo. Pero, como la comparación entre 1991 y 2021 ha demostrado, las circunstancias globales y regionales actuales son definitivamente poco propicias para una cooperación bilateral más profunda, transformadora y perdurable. Van a seguir viniendo curvas. ●