«No leáis historia; solo biografía, porque esa es la vida sin teoría».
Benjamin Disraeli
La interminable pobreza y la disfuncionalidad de la sociedad haitiana es uno de los grandes misterios del desarrollo del continente americano. Con una renta per cápita de 772 dólares y el 80 por cien de su población por debajo del umbral de la pobreza, es el país más pobre del hemisferio. República Dominicana, con la que Haití comparte la isla de La Española, la primera colonia española en América, ocupa hoy el puesto 79 en el índice de desarrollo humano del programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD), mientras que Haití se sitúa en el puesto 146, entre 177 países. Desde 1984, Haití ha recibido 2.600 millones de dólares en ayuda al desarrollo.
Por su cultura y configuración social, Haití es un trozo de África occidental –de donde desciende el 95 por cien de su población– incrustado en las Antillas. Pero incluso en esa comparación, el país caribeño sale en desventaja. Haití ha recibido más ayuda al desarrollo que Benín, el país de la región de Dahomey de donde procedió la mayor parte de los esclavos de Saint Domingue, el nombre con el que los franceses bautizaron en 1695 la parte occidental de La Española. Y, sin embargo, los niveles de desarrollo de Haití y Benín son actualmente muy similares.
La respuesta a estos enigmas de desarrollo se encuentra en el origen mismo de la emancipación de las colonias europeas en América. En Haití, a finales del siglo XVIII estalló la revuelta negra antiesclavista que habría de fundar la primera república independiente latinoamericana, la primera república negra fuera del continente africano y la segunda sociedad poscolonial de la era moderna (después de Estados Unidos) basada en los ideales de la Ilustración. Su creación se produjo después de que los insurrectos derrotaran a sucesivas expediciones militares coloniales francesas, españolas y británicas, en una de las mayores gestas por la libertad de la historia.
Los jacobinos negros
C. L. R. James
Turner/FCE, 2003
Cuando C. L. R. James, el escritor marxista negro nacido en Trinidad y Tobago en 1901, por entonces todavía una colonia británica, publicó en 1938 Los jacobinos negros, no podía imaginar la importancia que adquiriría con los años su libro como manifiesto anti-imperialista y documento sobre la importancia del Caribe en el desarrollo de la historia transatlántica y de la esclavitud en América. El cubano Alejo Carpentier lo utilizó como base para su novela El reino de este mundo, que inauguró el realismo mágico en la literatura latinoamericana.
Pero lo más importante de este libro fue su influencia en los movimientos anticolonialistas africanos de la posguerra, con los que James estuvo profundamente comprometido. Nelson Mandela consideró su semblanza de L’Ouverture un ejemplo de liderazgo, y el libro, un texto modélico sobre una utopía que podía convertirse en realidad. Los jacobinos negros es una epopeya de la perversidad humana, de la búsqueda de la libertad y del fanatismo de la guerra racial.
En 1571, Carlos V autorizó la exportación de 15.000 esclavos a Santo Domingo, pero sólo a mediados del siglo XVII comenzó el tráfico a gran escala de esclavos. En los años cincuenta del siglo pasado, historiadores como Philip Curtin y David Eltis obtuvieron datos precisos sobre la trata: entre 1519 y el final del tráfico de esclavos, en la década de 1860, unos 9,5 millones de africanos fueron llevados al Nuevo Mundo. Dado que la tasa de mortalidad en el trayecto era aproximadamente del 15 por cien, se puede concluir que 11 millones de africanos iniciaron el viaje.
La «demografía del azúcar» tuvo efectos perdurables en la herencia africana de los países americanos. Después de 1800, la relativamente alta fertilidad y baja mortalidad de los negros norteamericanos hizo innecesaria la continuidad de la trata, que fue abolida por EE UU en 1808. Las islas caribeñas y Brasil, por el contrario, requerían flujos constantes de esclavos africanos, lo que explica que aún hoy la lengua yoruba, el vudú y los ritos religiosos de raíces africanas sigan siendo parte integral de la cultura afrocaribeña y afrobrasileña. En el Haití contemporáneo, aunque el 80 por cien de sus nueve millones de habitantes se declara católico y el resto protestante evangélico, la mayoría practica al mismo tiempo el vudú.
«Las islas caribeñas y Brasil requerían flujos constantes de esclavos africanos, lo que explica que aún hoy la lengua yoruba, el vudú y los ritos religiosos de raíces africanas sigan siendo parte integral de la cultura afrocaribeña y afrobrasileña»
En un país donde la mitad de la población es analfabeta, el vudú y los ritos animistas forman el sustrato del imaginario religioso colectivo, permeando profundamente en los patrones culturales de la sociedad haitiana. En el momento del estallido de la revuelta antiesclavista, el vudú fue una poderosa arma para catalizar la conjura contra los franceses. A pesar de las prohibiciones, los esclavos recorrían largos trayectos para cantar, bailar y practicar sus ritos y, desde que comenzó la revolución, para conocer las noticias políticas y elaborar sus planes. Al amparo de los dioses de la guerra y el fuego, los cimarrones -esclavos huidos a las montañas del interior de la isla- proclamaron el 14 de agosto de 1791 en Bois-Cayman el juramento de la libertad: «Juramos destruir a los blancos y todas sus propiedades (…) el dios de los blancos incita al crimen (…) nuestro buen dios, que creó el Sol y gobierna las tormentas, nos ordena vengar nuestras ofensas».
La tragedia se hizo inevitable porque a pesar de las denuncias de los filósofos de la Ilustración, Francia no estaba dispuesta a renunciar a Saint Domingue, que en 1789 representaba las dos terceras partes del comercio francés con el exterior y era el mayor enclave de la trata de esclavos en el mundo. En el verano de 1793 el caos era ya total en las colonias francesas. En febrero de 1794, los diputados decretaron que todos los hombres residentes en las colonias eran ciudadanos franceses. Los esclavos quizá no comprendían el alcance de lo que ocurría en la metrópoli, pero no se les escapó que las palabras clave de la doctrina «libertad, igualdad, fraternidad» significaban su liberación. Si se aceptaba la igualdad, la esclavitud estaba condenada.
Toussaint L’Ouverture, exesclavo convertido al catolicismo, hijo de un jefe tribal africano, se convirtió pronto en el líder de la revuelta porque entendió que la declaración de los derechos del hombre hacía de Francia el faro de la libertad. Enarbolando esos ideales, los esclavos derrotaron a los blancos de la isla, a los soldados de la monarquía francesa, resistieron a la invasión española, a una expedición británica de 60.000 hombres y otra francesa de tamaño similar.
Cuando estalló la revolución, Toussaint tenía 45 años, una edad avanzada para esos tiempos, pero sabía leer y escribir, nunca había recibido latigazos y cultivaba una parcela propia en una plantación. En París, donde en julio de 1795 la Convención le ascendió al rango de general de brigada, pronto se le conoció como el «Espartaco negro»; anunciado por Reynal y sus seguidores le apodaron L’Ouverture (el iniciador). Pero Toussaint también sabía que el Directorio no podría sostenerse en París y que lo que hiciesen sus sucesores era imprevisible. Arrastrado por los acontecimientos, decidió aferrarse al poder, incluso a costa de desafiar a Francia y a Bonaparte.
«¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las colonias?», se preguntó el primer cónsul en 1802. «El anterior», le contestaron. «Pues que se restablezca», replicó, tras lo cual envió más de 50 naves con 34.000 soldados a las órdenes de algunos de sus mejores oficiales para restaurar el antiguo orden. «La madre patria se ha descarriado bajo los designios del cónsul», dijo Toussaint, que permanecería fiel mientras Francia fuese fiel a los negros. Sus toscos soldados, a quienes intentó alejar del vudú, un rito que Toussaint prohibió, nunca dejaron de entonar la Marsellesa y el Çá Ira.
«Dessalines, el más famoso de sus generales negros, no aprobaba sus gestos conciliadores y no tardó en traicionar a Toussaint»
Durante casi 10 años, la población no había conocido otra cosa que la violencia. El único cuerpo disciplinado era el ejército y Toussaint instituyó una dictadura militar. La Constitución lo designó gobernador vitalicio, con poder para nombrar a su sucesor. La carta excluía la presencia de cualquier funcionario francés. Pero, al mismo tiempo, su gobierno creó juzgados de paz y un Tribunal Supremo, prohibió el concubinato y promovió la iniciativa personal, la educación pública, la tolerancia religiosa, el libre comercio y la igualdad racial como fundamentos del nuevo Estado.
Su ejército estaba completamente integrado por negros y exesclavos, pero sus consejeros personales eran todos blancos. Como subraya James en Los jacobinos negros, su política de «no represalias» nacía de un horror genuino al derramamiento inútil de sangre. Jean-Jacques Dessalines, el más famoso de sus generales negros, no aprobaba sus gestos conciliadores y no tardó en traicionar a Toussaint, una vez que las fuerzas expedicionarias del general Lecrerc habían sido derrotadas. De los 34.000 soldados que habían desembarcado, 24.000 habían muerto.
Tras su detención por el general Brunet, a quien Toussaint accedió a ver, creyendo que Lecrerc no se atrevería a detenerlo mientras Dessalines estuviera al mando de sus tropas, fue deportado a Francia. Murió el 7 de abril de 1083 en la prisión de Fort-de Joux.
El 18 de mayo de 1802 el ejército rebelde desplegó su nueva bandera, de la que se suprimieron las iniciales R. F. (Republique Francaise) para sustituirlas por el lema «Libertad o muerte». Para subrayar la ruptura con Francia, el nuevo Estado fue rebautizado como Haití (tierra montañosa en taíno). En octubre de 1804, Dessalines se coronó emperador y juró «odio eterno a Francia». A comienzos del nuevo año, los blancos de Haití fueron masacrados.
«Ningún país reconoció la independencia de los esclavos que derrotaron a Napoleón. Los blancos fueron excluidos de Haití durante generaciones y el país, arruinado económicamente, vio acrecentadas sus desgracias por la insensata política de la venganza racial»
Ningún país reconoció la independencia de los esclavos que derrotaron a Napoleón. Los blancos fueron excluidos de Haití durante generaciones y el país, arruinado económicamente, vio acrecentadas sus desgracias por la insensata política de la venganza racial. En 1825, Francia exigió a cambio de su reconocimiento el pago de 150 millones de francos a lo largo de cinco años, una suma que se redujo a 60 millones en un plazo de 30 años. Sólo en 1862, en medio de la guerra de Secesión, EEUU reconoció Haití.
Alexandre Pétion fundó en el sur, una república de campesinos pobres pero libres y armados, que ayudó a Simón Bolívar cuando el libertador venezolano acudió a la isla en busca de refugio y ayuda tras la derrota de su primera campaña contra los españoles. Pétion le entregó siete naves, 250 hombres, mosquetes, pólvora, víveres y dinero. Sólo le puso una condición: la libertad de los esclavos en las tierras que iba a liberar. Pero Pétion fue una excepción. Según el experto caremunés en desarrollo, Daniel Etounga-Manguelle, «la cultura es la madre; las instituciones sus hijas?»Y Haití se había desarraigado de la cultura occidental, refugiándose en su legado africano más atávico.
El patrimonio cultural francés quedó recluido a la casta mulata, hasta el día de hoy la élite económica del país. Sin embargo, durante la mayor parte de la historia de Haití, los presidentes negros, como François Duvalier, Papa Doc (1907-71), y su hijo, Jean-Claude, Baby Doc, controlaron el país a través de una deliberada manipulación de los ritos del vudú. Tras el derrocamiento del hijo en 1986, el cuerpo de Papa Doc fue desenterrado y apaleado ritualmente.
Con el régimen de los Duvalier parecía haber prevalecido la maldición del odio encarnado por Dessalines sobre los ideales humanistas de L’Ouverture, que tanto ha admirado Mandela. Pero en la historia, la palabra final nunca está dicha. Quizá el terremoto del 12 de enero sirva como revulsivo para un nuevo comienzo que cumpla la promesa de Toussaint. Mientras subía a la cubierta del barco que le conducía al exilio, dirigió unas palabras: «Al destruirme a mí, no hacéis sino talar en Santo Domingo el tronco del árbol de la libertad. Volverá a brotar de nuevo. Sus raíces son infinitas y profundas».