Resultaba un espectáculo fuera de lo común ver sentados a los 45 jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea y de Asia pertenecientes al proceso ASEM (Asia Europe Meeting) en la imponente mesa presidencial del Gran Hall del Pueblo, en Pekín, una fría y clara mañana del pasado octubre.
Los máximos dirigentes políticos de Asia y Europa habían acudido a la cita bienal que este año organizaba China, en un nuevo despliegue de organización y eficacia apenas dos meses después de clausurarse los Juegos Olímpicos.
China atraía de nuevo los focos de la atención mundial, en esta ocasión, la diplomática, en un momento especialmente delicado en el panorama internacional, agitado y tenso por una crisis financiera en cuyos orígenes y causas todos coinciden, pero que las recetas de quién y cómo puede atajarla no están tan claras. Por lo pronto, la presidencia francesa de la UE y Estados Unidos acababan de convocar en Washington una cumbre internacional, utilizando para ello el formato del llamado G-20, un G-8 ampliado a las economías emergentes de Asia, África e Iberoamérica en el que finalmente participó España.
Como es natural en el momento de redactar este artículo, en el avión que me trae de vuelta de China con el presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, desconozco qué pasos guiarán a nuestros dirigentes en la resolución de esta crisis. Pero el motivo de estas líneas es otro y en él me quiero concentrar: China. Permítanme que transcriba las primeras líneas de un artículo del ministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación, Miguel Ángel Moratinos, publicado en La Vanguardia pocos días después de volver de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín el pasado agosto: “A las ocho en punto del pasado día ocho del mes octavo de este año 2008…