POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 84

Los talibán: la nueva amenaza fundamentalista

¿Cuál es el origen de los talibán? ¿De dónde procede su interpretación del islam? El estudio de estos antecedentes en el marco de la historia afgana de las últimas dos décadas permite comprender el conflicto en curso, así como la emergencia de Bin Laden.
Alfonso López Perona
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Al igual que el batir de alas de una mariposa puede tener la capacidad de desencadenar un huracán, los más graves acontecimientos internacionales se originan a veces en hechos aislados y remotos, cuya trascendencia pasa desapercibida para la inmensa mayoría de la opinión pública y de los responsables políticos. Éste ha sido el caso del conflicto afgano y, especialmente, del nacimiento y desarrollo del régimen talibán, íntimamente conectado con los atentados terroristas del 11 de septiembre. Sin la hospitalidad y el apoyo territorial y logístico brindado por los jerarcas talibán a Osama bin Laden, éste no habría podido organizar las operaciones terroristas que se le imputan.

En un artículo publicado en estas mismas páginas,1 intentamos abordar las causas de la guerra en Afganistán, que tan decisivamente influyó en el colapso de la Unión Soviética, al tiempo que esbozamos los intereses económicos y políticos de las grandes potencias y de los países vecinos de Afganistán en la guerra civil que mantienen el régimen talibán, de un lado, y la Alianza del Norte, de otro. También apuntamos cuáles fueron los comienzos del gobierno de los talibán y comentamos sus políticas represoras de los más elementales derechos de la persona. Este trabajo intenta entrar con mayor detalle en los orígenes de los talibán, su credo, su papel en la actual crisis geopolítica de la región y, finalmente, sus conexiones con el islamismo radical.

Vistas en perspectiva las consecuencias del conflicto afgano han desbordado ampliamente las fronteras del país. De un lado, el enorme coste humano y material que supuso para la Unión Soviética el mantenimiento de un ejército de ocupación, que llegó a contar con 115.000 soldados, aceleró la quiebra económica y moral de un gigante con pies de barro incapaz de superar este trauma, similar al que supuso Vietnam para Estados Unidos. De otro, la y i h a d contra el régimen comunista afgano y sus padrinos soviéticos, financiada por Arabia Saudí y EE UU, y organizada por los servicios de inteligencia paquistaníes (ISI), entrenó y adoctrinó entre 1982 y 1992 a unos 35.000 m u y a h i d i n o combatientes procedentes de 43 países con población musulmana, según datos del periodista paquistaní Ahmed Rashid.2 A través de su adiestramiento y participación en la guerra afgana, este ejército de islamistas radicales forjó entre sus miembros vínculos ideológicos y tácticos. En palabras de un general paquistaní, los voluntarios “afganos” formaron “la primera brigada internacional islámica de la era moderna”, y se sabe que han combatido en Bosnia, Chechenia y Cachemira, y que forman parte esencial de todas las guerrillas fundamentalistas activas en las ex repúblicas soviéticas.

La guerra suprimió las estructuras culturales y tribales sobre las que se asentaba la sociedad afgana, para dar paso a una fragmentación étnica y política, que sólo estaba a la espera de una nueva fuerza que supiese imponerse. Este es el papel que han pretendido desempeñar los talibán en su país, con el añadido de una carga religiosa basada en el fundamentalismo más radical y excluyente, en el que la visión utópica ha sustituido a las tradiciones del islam plural y tolerante que regía en Afganistán hasta la llegada del régimen comunista.

 

Origen de un movimiento

El fenómeno talibán (“buscadores de la verdad” o “estudiosos del islam”, según las distintas traducciones) comienza en las madrasas o escuelas coránicas de los campamentos de refugiados afganos de etnia pashtún próximos a Peshawar y otras ciudades de Pakistán. Sus integrantes son jóvenes extraídos de familias pobres e incultas, desarraigadas de sus tribus y tradiciones y víctimas de los horrores de la guerra. Su dependencia de la ayuda económica facilitada por estadounidenses y saudíes a través de los servicios del gobierno paquistaní les hacían caldo de cultivo propicio para la manipulación. En los campos de refugiados se formaron siete facciones con el islam militante como bandera y enfrentadas entre sí. El ISI se decantó por apoyar al grupo de etnia pashtún Hizbe Islami, de Gulbuddin Hekmatyar. Mientras tanto, en el interior de Afganistán, la retirada de los soviéticos en 1989 y la caída del régimen comunista del presidente Sayid Mohamed Najibullah en 1992 habían dado paso al gobierno del islamista moderado de origen tayiko, Burhanuddin Rabbani, quien sólo controlaba una parte del país. En el sur pashtún, los “señores de la guerra” ejercían su poder en territorios de extensión variable y se financiaban mediante la extorsión a la población local y el cobro de peajes a los contrabandistas que atravesaban sus dominios, sin perjuicio de recurrir ocasionalmente al cultivo y tráfico de opio. Se trataba, pues, de una situación de anarquía, en la que, por añadidura, el predominio secular de los pashtunes había sido reemplazado por una coalición de las minorías étnicas afganas que habían conseguido, por primera vez en su historia, hacerse con el gobierno central.

En este entorno, surgió el mulá Mohamed Omar, clérigo pueblerino nacido en 1959 y antiguo luchador en la guerra contra los ocupantes soviéticos y su régimen satélite en Kabul. Su decisivo liderazgo contra una banda de muyahidin entregados al bandidaje le revistió de una aureola de prestigio en Kandahar, segunda ciudad del país y capital histórica del sah Ahmed, fundador del moderno Estado afgano. En 1994, su fama atrajo a diversos grupos de estudiantes pashtunes, traumatizados por la situación del país tras la guerra y desorientados sobre el camino a seguir. Paulatinamente se fue delineando un programa esquemático que, como señala Ahmed Rashid, la retirada consistía en reforzar el papel de la ley coránica o de la URSS sharia y el carácter de Estado islámico de Afganistán así como en restaurar la paz y acabar con los señores de la guerra. Pretendía ser un movimiento purificador dirigido a erradicar la corrupción de la primera generación de muyahidin, y no una nueva facción política.

Este mensaje regenerador tuvo un éxito inmediato entre los jóvenes procedentes de los campos de refugiados, desvinculados ya de las leyes tribales y de clan que habían regido la confederación de tribus pashtunes, codificadas en un corpus normativo disperso conocido como el pasthunwali, a veces no concordante con la sharia. Según Rashid, muchos de los jóvenes talibán no conocían la historia de su país, pero habían estudiado en sus madrasas la sociedad ideal que el profeta Mahoma había intentado fundar en el siglo VII, y tal sociedad era la que pretendían implantar en Afganistán. La mayor parte de los talibán eran simpatizantes del Jamiat-e-Ulema Islam (JUI), partido fundamentalista muy popular entre los pashtunes de la frontera paquistaní con Afganistán. Al mismo tiempo, el fracaso de Hekmatyar planteaba a los militares paquistaníes la necesidad de buscar una solución de recambio para conseguir su objetivo de abrir la ruta terrestre para comerciar con los países de Asia central y tener acceso a sus recursos energéticos, recién descubiertos y aún sin explotar. Pakistán es la salida marítima natural para el crudo y el gas de la región, pero la guerra civil en Afganistán imposibilitó el paso necesario a través de este territorio.

Como revelaba el general Masud, líder del movimiento antitalibán asesinado el 9 de septiembre, en una entrevista publicada en Le Monde, el proyecto geopolítico paquistaní implica la implantación de un gobierno clientelar en Kabul, a fin de hacer de Afganistán un Estado vasallo que proporcione “profundidad estratégica” a Pakistán, al tiempo que le permita conseguir sus fines económicos. Este proyecto y la solidaridad de los influyentes militares paquistaníes de etnia pashtún con sus hermanos tribales afganos se unían al apoyo prestado por el JUI y la mafia de camioneros contrabandistas, que veían en los talibán el instrumento para acabar con los exorbitantes peajes exigidos por los señores de la guerra locales. Estas razones decidieron al ISI a volcarse en favor de los talibán. Tras la conquista de Kandahar, unos 12.000 estudiantes afganos y paquistaníes afluyeron a esta ciudad para unirse al nuevo movimiento.

A partir de ese momento, Herat y otras ciudades afganas fueron cayendo en manos de los talibán. Sin embargo, en la primavera de 1996 el gobierno del presidente Rabbani había conseguido deshacerse de sus enemigos de la minoría hazara, romper el cerco de Hekmatyar a Kabul y llegar a un acuerdo de principio con los señores de la guerra más importantes para constituir un gobierno de unidad nacional, del que sólo los talibán se negaban a formar parte. Además, Rabbani contaba con el apoyo diplomático de Irán, Rusia y la India, que por razones diferentes temían que un régimen fundamentalista en Kabul exportase su credo a las nuevas repúblicas de Asia central y agravase el conflicto de Cachemira entre las dos potencias, dotadas de armamento nuclear, del subcontinente indio.

Por aquel entonces, Washington estaba interesado en que la petrolera estadounidense Unocal construyera un gasoducto para transportar el gas natural de Turkmenistán hasta su salida al mar por Pakistán a través de Afganistán, lo que implicaba su pacificación. La posición oficial estadounidense sobre el conflicto era no apoyar a ninguno de los bandos y proceder a un embargo internacional de armas a todas las facciones, para forzar una solución negociada. Por su parte, los servicios secretos estadounidenses veían con simpatía a los talibán por su postura antiiraní y porque su colaboración era necesaria para permitir el paso del gasoducto por los territorios que controlaban.

En pocos meses, con la ayuda de Pakistán y Arabia Saudí, los talibán rechazaron “el diálogo intraafgano”, conquistaron la ciudad de Jalalabad, compraron el apoyo de diversos líderes tribales y a finales de septiembre de 1996, tras una ofensiva relámpago, entraron en Kabul y desalojaron al gobierno de Rabbani. Sus primeras medidas fueron ejecutar brutalmente al ex presidente Najibullah, bajo protección de las Naciones Unidas, e implantar la sharia en su versión más rigurosa. Después, el nuevo gobierno fue reconocido por Pakistán y Arabia Saudí. Irán, Rusia y cuatro repúblicas centroasiáticas advirtieron que no sólo no reconocerían al gobierno talibán sino que ayudarían con armas a sus enemigos.

Como decíamos antes, los talibán se inspiran en una interpretación rigorista de la doctrina islámica. Conviene profundizar en este punto, en la medida en que puede ayudar a comprender su praxis política y sus conexiones paquistaníes y saudíes. En términos generales, el islam ha sido el principal nexo entre las diversas etnias que pueblan Afganistán. La presencia de hindúes, sijs, judíos y practicantes de otros credos, determinada en gran parte por la situación del país como zona de paso a lo largo de la ruta de la seda, imprimió un carácter de tolerancia hacia otras religiones así como hacia la presencia de las sectas musulmanas, tales como sufíes, ismailitas o chiítas, que se encontraban ampliamente representadas en el país, cuyos habitantes son mayoritariamente suníes. Como señala Rashid, el extremismo islámico nunca había florecido en Afganistán antes de los talibán. Para comprender la adhesión de éstos al fundamentalismo más radical, es preciso conectarlos con el estricto pensamiento del saudí Abdul Wahab, quien en el siglo XVIII encabezó un movimiento contra el misticismo sufí. Los wahabíes se implantaron en Afganistán a principios del siglo XX, donde tenían un apoyo mínimo. Sin embargo, el dinero distribuido por los agentes saudíes entre los grupos de refugiados afganos de Peshawar contribuyó a la expansión de los afganos wahabíes, también llamados salafis.

 

Una interpretación sui géneris del islam

De otra parte, la nueva generación de líderes afganos surgida en los campamentos de Peshawar se inspiraba en el Jamaat-e-Islami, partido fundamentalista paquistaní basado en la doctrina revolucionaria islámica de los Hermanos Musulmanes de Egipto, organización fundada en 1928 en plena lucha por la independencia de su país, con un fuerte componente anticolonial y que predicaba una revolución islámica contraria a las estructuras políticas tradicionales y favorable a un nuevo internacionalismo musulmán. Al igual que los sucesivos gobiernos izquierdistas y comunistas que habían gobernado en Afganistán desde el derrocamiento de la monarquía, el islamismo radical se mostraba contrario a las estructuras tribales tradicionales, y preconizaba un modelo de islam que se debería imponer a la sociedad por la fuerza. Quizá H e k m a t y a r, el líder más favorecido por los militares paquistaníes, pudiera ser el ejemplo más claro de esta tendencia. Pero cuando los talibán aparecieron en la confusa escena política afgana, su pensamiento no se identificaba con ninguna de las facciones existentes hasta entonces, ya que no se puede decir que fueran ni tradicionalistas ni tampoco radicales en el sentido de Hekmatyar, con el que se enfrentarían pese a la común pertenencia a la etnia pashtún.

Los talibán son un movimiento que para sus fines renovadores se apoyan en el concepto de y i h a d (guerra santa), entendida como compromiso moral y político con el islam. Su ideología provenía de las m a d r a s a s en las que habían estudiado, muchas de ellas seguidoras de la escuela de los deobandis, movimiento suní que surge en la India británica del siglo XIX con la pretensión de restaurar los valores islámicos mediante la implantación de la s h a r i a. Entre otras cosas, los talibán tomaron de los deobandis su concepto restrictivo del papel social de la mujer y su rechazo militante del chiísmo. En Pakistán, los deobandis crearon el JUI, que desempeñó un papel fundamental en el desvío del apoyo del ISI desde el islamismo radical de Hekmatyar hacia los talibán. El JUI hizo de las madrasas su instrumento preferente de adoctrinamiento entre los jóvenes estudiantes, donde recibían educación, alimento e instrucción militar, pero también una visión oscurantista y antimoderna del islam, que implica rechazar toda idea de progreso político o económico y que pretende una pureza de costumbres acorde a la predicada por Mahoma hace catorce siglos. La novedad de los talibán estriba en haber creado una nueva ideología dentro del fundamentalismo islámico nutrida del rigorismo wahabí y del extremismo deobandi, caracterizada por su negativa a aceptar compromisos con cualquier sistema político y social del mundo exterior.

Otro elemento que es preciso apuntar para comprender hasta qué punto los talibán representan un grupo cerrado y minoritario, radica en el proceso de toma de decisiones en el seno del movimiento. El mulá Omar, ascendido al rango de “emir al muminin” o “comendador de los creyentes” por sus seguidores, representa el vértice del poder de los talibán. Por debajo se encuentra la shura o asamblea de mulás de Kandahar a la que rinden cuentas, la shura de Kabul, que es formalmente el gobierno, y la shura militar, que se ocupa de las operaciones bélicas. En las tres shuras, los pashtunes de la rama durrani predominan ampliamente sobre los de las tribus ghilzai y prácticamente no hay representantes de otras etnias afganas, lo que excluye a éstas del proceso decisorio del régimen de los talibán. Además, dentro de las shuras los mulás de Kandahar, personalmente próximos al emir Omar, copan la mayoría de los puestos. En todo caso, éste decide autocráticamente y cualquier gestión de gobierno se subordina a su visto bueno.

Los talibán han ejercido el poder en el noventa por cien del territorio afgano que han llegado a controlar, pero eso no significa que hayan establecido una administración capaz de responder a las necesidades de la población. Han actuado más como una fuerza de ocupación, sin pretensiones de representar a la población ni ocuparse de administrar el país. Tan sólo el departamento de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio, nombre dado a la policía religiosa, parece haber funcionado eficientemente para reprimir cualquier manifestación de la vida privada, tales como juegos, esparcimientos o diversiones, incluso las tradicionales entre los afganos, como las cometas o el ajedrez. Sus edictos reglamentan todos los aspectos de la vida social, y son especialmente odiosos en lo que se refiere a las mujeres. El uso del burka, túnica que cubre de pies a cabeza, con tan sólo unos orificios a la altura de los ojos y la nariz, es nada más que la expresión externa de una larga serie de imposiciones, desde la prohibición a la mujer de trabajar fuera de casa hasta la de recibir educación. Según Rashid, la razón última de estas aberraciones hay que buscarla en una cultura de hombres privados de contactos familiares, en buena parte huérfanos de guerra y de extracción pobre e inculta, criados en una atmósfera totalmente masculina.

 

Aparece Bin Laden

Capítulo aparte merece la relación entre los talibán y Bin Laden. El principio de esta historia se sitúa en la política de roll-back o retroceso que el presidente Ronald Reagan aplicó contra la Unión Soviética. Dentro de su estrategia, Afganistán ocupaba un lugar muy importante, tanto por su valor geopolítico como por el interés en demostrar que los estadounidenses estaban al lado del islam contra los invasores soviéticos. Reagan consiguió alistar a Arabia Saudí en la lucha de los muyahidin afganos mediante contribuciones económicas para financiar la adquisición de armas y alimentos para los casi dos millones de refugiados afganos que se concentraban en torno a Peshawar y al paso de Khyber entre Afganistán y Pakistán. Para los príncipes saudíes, se trataba de una oportunidad de promover el islamismo wahabí y contentar a sus ulemas, así como mostrar su celo militante en favor de la religión. Ya se han indicado los móviles de Pakistán, y en especial de sus fuerzas armadas y servicios de inteligencia. Como todos los aprendices de brujo, ninguno de estos tres gobiernos sospechó que sus criaturas, aquéllos a quienes manipulaban, pudieran llegar a desarrollar sus propios objetivos, y mucho menos desviar su odio hacia los estadounidenses y sus aliados de los gobiernos moderados del mundo árabe. En los campos de entrenamiento paquistaníes se adiestraron militantes islámicos de todas las procedencias que, tras vencer a la Unión Soviética, buscaron un nuevo enemigo de la religión, un nuevo “gran Satán”.

En una entrevista concedida a Robert Fisk, del diario británico The Independent, Bin Laden manifestó: “Creemos que Dios se ha servido de nuestra guerra santa en Afganistán para destruir al ejército ruso y a la Unión Soviética (…) y ahora pedimos a Dios que se sirva de nosotros una vez más para hacer lo mismo con EE UU, para convertirle en la sombra de sí mismo”. Bin Laden insistía en que la experiencia de los que habían luchado contra EE UU en Somalia mostraba que su moral se podía quebrar y que el país era, como decía Mao Zedong, “un tigre de papel”. Se trataba de aniquilar los obstáculos –en este caso EE UU como máximo representante de la hegemonía occidental– para crear una umma o comunidad de creyentes que reviviera el proceso de expansión musulmana de los siglos VII y VIII. La ocasión que marcó el paso a esa militancia fue la operación “Tormenta del desierto” a causa de la invasión de Kuwait por las tropas iraquíes, que Sadam Husein bautizaría como “la madre de todas las guerras”.

Hasta entonces, Osama bin Laden, nacido en 1957 e hijo del magnate yemení de la construcción Mohamed bin Laden, había estado ligado al servicio de inteligencia saudí dirigido por el príncipe Turki ben Faisal. En calidad de representante de los saudíes se instaló en Peshawar, donde trabajaba con las organizaciones islámicas de ayuda a los refugiados afganos y de apoyo a los muyahidin. Allí forjó sus contactos con los servicios paquistaníes y con los militantes fundamentalistas que luego le servirían para formar su propia organización, Al Qaeda. Tras una época en la que se dedicó a sus negocios familiares y a engrosar su ya cuantiosa fortuna personal, Bin Laden tuvo un virulento enfrentamiento con algunos miembros de la familia real saudí por haber permitido ésta, desoyendo la opinión de los ulemas, la instalación de bases militares estadounidenses en la tierra de Mahoma para combatir a otros musulmanes, lo que suponía para muchos creyentes la profanación de los santos lugares del islam. Como declaró a Fisk, con esta acción la monarquía saudí revelaba su traición y perdía su legitimidad.

Bin Laden fue privado de la nacionalidad saudí y tuvo que asilarse en Sudán. En 1993 se le relacionó con el atentado perpetrado contra el World Trade Center de Nueva York, y en 1996 buscó refugio en Afganistán. Allí entabló una cordial relación con los talibán, especialmente con el mulá Omar. En agosto de ese mismo año, lanzó su primera declaración de yihad contra EE UU y, según un informe del departamento de Estado, se convirtió en uno de los mecenas más importantes del extremismo islámico del mundo. A través de su red, mantenía campamentos de entrenamiento de militantes islámicos en Afganistán, Egipto, Sudán, Somalia y Yemen.

En una reunión con sus seguidores celebrada en Kandahar en 1998, Bin Laden lanzó una fatwa (decreto), según la cual era deber de todo musulmán matar a los estadounidenses y sus aliados, tanto civiles como militares. En el mes de agosto de ese mismo año, se produjeron dos atentados contra las embajadas de EE UU en Kenia y Tanzania, con 220 muertos. Washington respondió con el lanzamiento de setenta misiles de crucero contra los campamentos de Al Qaeda en las proximidades de las localidades afganas de Khost y Jalalabad, causando algunas decenas de bajas. Una operación dirigida a secuestrar a Bin Laden fracasó por la negativa del ISI a prestar apoyo a los comandos estadounidenses.

En febrero de 1999, el subsecretario del departamento de Estado, Strobe Talbott, se reunió con los talibán y exigió por escrito la entrega de Bin Laden. Éstos rechazaron esa posibilidad, pero dijeron que pondrían límites a sus actividades, y poco después pasó a estar en paradero desconocido, si bien se sabía que permanecía en Afganistán. Ya en el otoño de 1997, la secretaria de Estado, Madeleine Albright, había calificado de “despreciable” al movimiento talibán, lo que no deja de ser notable, si se tiene en cuenta que tan sólo un año antes, la secretaria de Estado adjunta para asuntos de Asia había saludado la toma de Kabul por los talibán como un “paso positivo”, sin duda pensando que el control del país por los talibán permitiría la realización del mencionado gasoducto Turkmenistán-Pakistán.

Si el ataque a las embajadas de 1998 dio un giro a las relaciones entre Washington y los clérigos afganos, la acción terrorista contra el Cole, un buque de guerra estadounidense anclado en el puerto de Aden (Yemen), en octubre de 2000, supuso un paso decisivo hacia el enfrentamiento, en la medida en que ese ataque fue asociado con la organización de Bin Laden, quien supuestamente lo habría ordenado desde territorio afgano. Los acontecimientos del 11 de septiembre le han convertido en el proscrito internacional número uno, y creado un problema para los talibán. Más tarde, un portavoz reconoció que Bin Laden se hallaba protegido por el gobierno talibán en un lugar seguro. Hasta el momento, dos delegaciones paquistaníes enviadas para pedir su entrega han fracasado, y repetidas declaraciones del emir Omar han dejado claro que los talibán no tienen intención alguna de entregar a su huésped.

Los saudíes se encuentran en una situación embarazosa, ya que Bin Laden ha seguido manteniendo relaciones amistosas y comerciales con algunos miembros de la familia real. Una tentativa del príncipe Turki para hacer que los talibán entregaran a Bin Laden tras los sucesos de Kenia y Tanzania chocó con una negativa frontal del mulá Omar, lo que provocó la suspensión de las relaciones diplomáticas entre ambos gobiernos. Como habían alegado en otras ocasiones, los afganos dijeron que, de acuerdo con la tradición pashtún, Bin Laden era un invitado, y suponía una grave violación de sus costumbres expulsar a los huéspedes.

Los talibán no habían nacido como un movimiento hostil a Occidente. Su militancia se dirigía contra las otras facciones en pugna en el conflicto civil afgano y sus objetivos políticos se colmaban con la creación de un Estado islámico en Afganistán, según sus particulares concepciones ideológicas y regido por los pashtunes, como había sido la norma desde el siglo XVIII. Sin embargo, Bin Laden comenzó a pesar cada vez más en el círculo próximo al emir Omar, predicando la necesidad de exportar el fundamentalismo talibán a los países vecinos, mientras que los miembros de Al Qaeda participaban en las operaciones militares contra los enemigos de los talibán. Al parecer, el éxito de las acciones terroristas en Kenia y Tanzania también aumentó el prestigio del saudí entre los clérigos afganos. El poder creciente del sector “duro” de los talibán se empezó a hacer explícito, según Françoise Chipaux, corresponsal de Le Monde, a través de varios decretos represivos, entre otros, la prohibición del trabajo de las mujeres afganas para ONG extranjeras fuera del sector sanitario, la implantación de la pena de muerte contra todo afgano que se convirtiera al cristianismo y la prohibición de celebrar la fiesta tradicional del nowruz (año nuevo).

 

Los talibán y la comunidad internacional

La radicalización progresiva del régimen estaba también conectada con su falta de reconocimiento internacional. Mientras que el asiento de Afganistán en la Asamblea General de las Naciones Unidas seguía ocupado por un representante del presidente Rabbani, la comunidad internacional había exigido a los talibán, a través de la ONU, tres cosas: la supresión del trato discriminatorio a la mujer, la erradicación del cultivo de opio y la entrega de Bin Laden junto con la prohibición del uso de territorio afgano para la realización de acciones terroristas.

El emir Omar intentó congraciarse con la comunidad internacional dictando el pasado julio un decreto en el que prohibía tajantemente el cultivo de la adormidera de la que se extrae el opio, a pesar de que representaba la principal fuente de ingresos para muchos campesinos afganos, y una fuente no despreciable de financiación de los mismos talibán a través del z a k a t (impuesto islámico) con el que gravaban ese producto. Sin embargo, tan sólo tres países (Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos) mantenían relaciones diplomáticas con Kabul y, por añadidura, el Consejo de Seguridad, a iniciativa de EE UU y Rusia, adoptaba el 19 de diciembre de 2000 la Resolución 1.333, que establecía el embargo internacional de armas sólo para los talibán, y no para sus enemigos de la Alianza del Norte. Inmediatamente, aquéllos anunciaron su retirada de las conversaciones de paz entre las facciones afganas en lucha, auspiciadas por la ONU.

El episodio de la destrucción de las estatuas de Buda de Bamiyán significó también un gesto hostil de los talibán hacia el resto del mundo. Estas dos enormes figuras que databan de los siglos III y IV de nuestra era, eran un símbolo del rico pasado histórico y cultural afgano y habían sido respetadas por todos los gobernantes musulmanes del país a lo largo de su historia. El decreto de Omar ordenando su demolición por razones religiosas levantó un clamor internacional acompañado de todo tipo de presiones diplomáticas, incluidas las de Pakistán. El ministro de Asuntos Exteriores talibán, Wakil Ahmed Muttawakil, comunicó el 11 de marzo pasado al secretario general de la ONU, Kofi Annan, que la destrucción de las estatuas se había llevado a cabo, si bien esto debía ser considerado un asunto interno y, añadía, que no las habían derribado “para provocar a nadie”. No obstante, la tradicional iconoclastia del sector más intransigente del islam, que tantas mutilaciones causó en los templos hindúes del subcontinente indio, no basta para explicar esta bárbara decisión. Más bien, como señala el experto francés en Asia central, Olivier Roy, esta medida manifestaba un repliegue de los talibán sobre ellos mismos y una voluntad decidida de mostrar indiferencia ante las sanciones de las Naciones Unidas.

Otro gesto adicional de enfrentamiento fue la detención el pasado verano de ocho cooperantes extranjeros de la organización Shelter Now International, acusados de llevar a cabo acciones de proselitismo cristiano. Tras varias semanas de suspensión, su juicio se ha reanudado ante el Tribunal Supremo de Kabul. Su suerte es incierta, si bien se espera una misión de religiosos paquistaníes enviados por su gobierno para persuadir al mulá Omar de que los libere.

Dos días antes de que tuvieran lugar los ataques terroristas en Nueva York y Washington, ocurría un hecho de gran trascendencia para la dinámica del conflicto afgano. Dos individuos que se hacían pasar por periodistas de la Arab International News atentaban contra la vida del líder militar de la Alianza del Norte, el general Ahmed Shah Masud. Como consecuencia de las heridas sufridas por la explosión de la bomba que hicieron estallar los dos terroristas suicidas, Masud falleció a las pocas horas. Los talibán desmintieron la autoría del acto a través del ministro Muttawakil. Todo apuntaba hacia la organización de Bin Laden, al que cabría ya equiparar con aquel siniestro Hassam Sabbah, maestro de la secta de los Asesinos, quien desde la fortaleza de Alamut, en el norte de Irán, lanzaba a sus sicarios para asesinar a sus enemigos políticos de todo Oriente Próximo. Eso ocurría en el siglo XI, pero los terribles acontecimientos acaecidos el 11 de septiembre parecen demostrar la terquedad con la que la historia se repite.

 

Salidas al conflicto

Al escribirse este artículo, las incertidumbres acerca de la suerte del movimiento talibán y del pueblo afgano dificultan cualquier pronóstico. Intentaremos, con todo, apuntar algunas posibles salidas al conflicto que la razón dicta, si es que ésta ha tenido alguna vez algo que ver con la historia de la humanidad en general, y con la de los afganos en particular.

Tras los atentados del 11 de septiembre, un consejo de ulemas, reunido por los talibán para decidir el destino de Bin Laden propuso que éste abandonase por propia voluntad Afganistán. Obviamente, esa solución está lejos de satisfacer las exigencias de EE UU, que requiere la entrega, tanto de Bin Laden como de los integrantes de su grupo, a las autoridades estadounidenses. Es difícil especular con otras posibles salidas que respeten, a la vez, las exigencias del código de honor pashtún, los intereses de los talibán y el ultimátum estadounidense. Tampoco resulta fácil contemplar la opción de que Bin Laden se entregue voluntariamente a otro país islámico para su enjuiciamiento.

Con independencia del futuro de Bin Laden, el problema crucial es el de la resolución del conflicto de Afganistán, ligado inevitablemente a lo que pueda suceder al régimen talibán. Los talibán llegaron al poder porque representaban un movimiento de renovación y orden frente a la corrupción y la anarquía de las diversas facciones en pugna y, no en menor medida, porque eran pashtunes que luchaban por recuperar su supremacía tradicional sobre las demás etnias. El extremismo en la formulación y aplicación de su doctrina sociorreligiosa, su incapacidad para integrar políticamente a las otras minorías afganas (consecuencia del fanatismo y de la total carencia de formación política de la cúpula del movimiento) y su progresiva radicalización hasta ponerse en manos de terroristas internacionales como Bin Laden, les han alienado los apoyos internacionales con que inicialmente contaban, les han creado la hostilidad universal (con la excepción parcial de Pakistán) y, consecuentemente, les descartan como una opción de futuro para gobernar Afganistán.

Cualquier solución del problema afgano deberá contemplar sus dos dimensiones principales: la rivalidad entre las diversas etnias y los intereses de las grandes potencias y de los países vecinos. En cuanto a lo primero, es obvio que no se puede llegar a ningún acuerdo sin la participación y el consentimiento de los distintos clanes pashtunes, demográficamente mayoritarios en el país. Incluso no cabe descartar que los talibán, a través de su sector más moderado -liberado ya del liderazgo del emir Omar y del círculo de irreductibles de Kandahar- pudiera participar en un gobierno de concentración nacional.

No olvidemos que los talibán están fuertemente armados y que la geografía afgana favorece la guerra de guerrillas y, en virtud del axioma militar básico sobre este tipo de conflictos, basta que la guerrilla no pierda definitivamente para que gane. Además, siguen siendo el único grupo que tiene en este momento el apoyo de Pakistán, uno de los elementos básicos para la solución del problema. Las noticias que llegan acerca de fuertes disensiones en su seno y los factores anteriores sugieren que de alguna forma habrá que contar con ellos para la resolución del conflicto. Por otro lado, la Alianza del Norte no puede por sí misma formar un gobierno estable y aceptado por todos. Al igual que ocurrió en 1992, su composición étnica (fundamentalmente, tayikos, hazaras chiítas y uzbekos), deja fuera a los pashtunes. Por si fuera poco, los padrinos tradicionales de la Alianza del Norte han sido Rusia y sus dos Estados satélite –Uzbekistán y Tayikistán – , India e Irán, lo que provoca las suspicacias de EE UU y Pakistán.

El gobierno talibán en su forma actual tiene los días contados (quizá cuando este artículo llegue al lector, su fin sea ya realidad). La Alianza del Norte, ahora compuesta por los uzbekos del general Dostum en el norte, los tayikos del general Fahim, sucesor de Masud, al noreste, los hazaras de Shia Muslim en el centro del país y, finalmente las fuerzas de Ismail Khan, apoyadas por Irán en el oeste del país, empezó una ofensiva el 20 de septiembre que puede desalojar a los talibán de gran parte del territorio afgano, y dejarlos relegados a las zonas este y sur del país, de población pashtún.

Sin embargo la historia afgana, hecha de traiciones y banderías, no permite esperar que la solución sea fácil. Hasta ahora, todas las esperanzas se cifran en la figura del anciano rey Mohamed Zahir Shah, exiliado en Roma desde su derrocamiento en 1973. Durante el largo conflicto, el monarca no ha tenido apenas papel alguno, sobre todo por la animadversión de Pakistán. En la medida en que este país ha intentado hacer de Afganistán un Estado vasallo, la figura del rey representaba la situación anterior a la guerra, es decir, un Afganistán independiente de las potencias vecinas y neutral, y por tanto estorbaba los planes paquistaníes. Pero, su alejamiento del conflicto, así como su legitimidad histórica y apartidismo, han permitido a Zahir Shah convocar en su residencia de Roma a la Alianza del Norte (ahora también llamada Frente Unido) y a los otros grupos de la oposición, y llegar a un acuerdo para formar un Consejo de Unidad Nacional cuya misión será, en el momento apropiado, convocar la Loya Jirga o gran asamblea de notables encargada de tomar las decisiones de mayor trascendencia política. Tras los contactos mantenidos entre el representante del secretario general de las Naciones Unidas para Afganistán, Francesc Vendrell, y la visita de una delegación de congresistas estadounidenses, Zahir Shah parece contar con el respaldo de la comunidad internacional.

 

Competencia de intereses

Todas las potencias implicadas dicen querer lo mismo: la pacificación, la estabilidad y la independencia de Afganistán. No obstante, las discrepancias se plantean a la hora de concretar los principios. Si repasamos brevemente los intereses en presencia, vemos que las repúblicas de Asia central y su mentor, Rusia, quieren terminar con el apoyo de los talibán a los grupos fundamentalistas que operan en los países de la zona con vistas a derrocar a los regímenes constituidos. Además, un Afganistán estable permitiría reabrir la ruta comercial de estas repúblicas al océano Índico y eventualmente posibilitar la construcción de un gasoducto por esta vía (lo que no interesa a Rusia).

Irán precisa de un Afganistán pacificado para solucionar el problema económico y social que le plantean los más de millón y medio de refugiados afganos en su territorio, así como terminar con la enemistad de un régimen suní hostil, con el que estuvo a punto de entrar en guerra en 1998. La India, por su parte, desea poner fin al apoyo que los talibán vienen dando a los grupos guerrilleros islámicos en Cachemira, sin contar con su posible proselitismo entre la minoría musulmana india, constituida por más de cien millones de personas. De otro lado, EE UU no tiene más remedio que tomar partido contra un régimen que ha amparado a su enemigo público número uno y amenaza, de continuar su existencia, con ser el foco de irradiación del fundamentalismo más virulento y potencialmente peligroso. Tendrá que acabar así la tarea que dejó inconclusa tras la retirada soviética de 1989, y enmendar los numerosos errores de juicio en los que incurrió durante la década de los noventa.

Esta intervención tiene una parte militar, pero requiere previamente usar la diplomacia para crear una coalición internacional, estrategia del secretario de Estado, Colin Powell, siguiendo la adoptada para la guerra del Golfo. En este frente, la aprobación por unanimidad del Consejo de Seguridad de la Resolución 1.373 el pasado 29 de septiembre, por la que se obliga a todos sus miembros a negar cualquier tipo de apoyo político y financiero a organizaciones terroristas, es un gran éxito para la estrategia estadounidense. En el frente militar, toda intervención debe tener presente las experiencias de los imperios británico y soviético y concentrar sus objetivos en destruir blancos militares para no aumentar la tragedia humanitaria que padece la población afgana.

La posición de Pakistán en el conflicto es compleja y delicada. Por una parte, los talibán han demostrado que son más independientes de lo que a Islamabad le gustaría. Las conexiones del movimiento afgano entre los partidos fundamentalistas paquistaníes plantea al régimen militar un problema de primera magnitud, no sólo para su propia estabilidad, sino también de cara a sus relaciones con EE UU y sus aliados moderados en el mundo islámico. Desde el ángulo étnico, no se puede olvidar que Pakistán cuenta con una numerosa minoría pashtún en su territorio, por lo que no es descartable que la solidaridad tribal prime sobre la nacional.

La posibilidad de la creación de un Pashtunistán, fruto de la reunión del sur y del este afganos y del noroeste paquistaní, es un proyecto que Afganistán acarició en los años cincuenta y sesenta, e incluso provocó choques armados entre ambos países y la interrupción de relaciones diplomáticas en 1955 y 1962. Afganistán nunca ha aceptado de iure la línea Durand, trazada como frontera por los británicos para separar la India de Afganistán a principios del siglo XX. Los paquistaníes esperaban de un gobierno cliente suyo en Afganistán que reconociese esta demarcación como frontera oficial. Por el contrario, los talibán no sólo no lo han hecho, sino que han contribuido a aumentar la permeabilidad de la frontera entre los dos países, protegiendo a contrabandistas y traficantes de drogas. Ello unido a la mayor conexión entre los talibán y los movimientos políticoreligiosos paquistaníes podrían aumentar, en palabras de Olivier Roy, “las tendencias centrífugas dentro de Pakistán”. Como dice Ahmed Rashid, el resultado es que Afganistán aporta profundidad estratégica a Pakistán, y no al revés.

Según datos de este mismo autor, el conflicto afgano ha supuesto enormes costes para Pakistán, pérdidas de ingresos fiscales a causa del contrabando amparado desde su comienzo por los talibán, cifras que giran en torno a los seiscientos millones de dólares durante el ejercicio 1997-98, es decir, un 51 por cien del PIB nacional. Finalmente, la industria paquistaní saldría ganando con la posibilidad de mantener relaciones comerciales estables y regulares con su vecino del norte, que a su vez precisa de Pakistán para acceder al mar. Ello requiere un Estado mínimamente organizado con patrones modernos y no el caos administrativo que caracteriza a los talibán. Por lo que se refiere a la proliferación de la adicción a la heroína, si al comenzar la guerra en Afganistán tras la invasión soviética en 1979, el número de heroinómanos en Pakistán era inapreciable, ahora podrían ser unos cinco millones de consumidores habituales. Todo ello aconsejaría a Pakistán favorecer una solución política que condujese a la instalación de un gobierno estable en Kabul, aunque no fuese tan afín como Islamabad quisiera. Sin embargo, esa política tropezaría con el apoyo popular del que gozan los talibán en los medios fundamentalistas paquistaníes y precisaría que sus militares y sus servicios de inteligencia reconocieran haber seguido una estrategia equivocada por su apoyo a los talibán. El gobierno del general Musharraf no cambiará fácilmente de rumbo en este asunto, y sin duda EE UU tendrá que emplearse a fondo para conseguir el apoyo logístico que Pakistán puede brindar a su campaña militar, así como su participación en un acuerdo político posterior.

Es posible que, por una triste paradoja, la única salida posible al conflicto afgano sea reinstaurar, siquiera temporal y simbólicamente, al mismo rey cuyo destronamiento precipitó al país a una espiral de revolución, guerra y destrucción del que no ha conseguido salir. Sólo una figura percibida por todos como independiente y al mismo tiempo perteneciente a la etnia pashtún, como la del rey Zahir Shah, puede tener posibilidades de mediar entre los afganos. Como ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia, los talibán han demostrado ser la respuesta errónea a una tragedia que ha costado a la antigua Oxiana, a la que llegara Alejandro Magno en el siglo III a.C., más de millón y medio de muertos, cuatro millones de refugiados, la destrucción de sus más bellas ciudades y monumentos, la ruina de su economía y un sinfín de sufrimientos y calamidades.

También Afganistán ha padecido por ocupar una posición clave en la región. La paz en Afganistán requerirá no sólo derrotar a los talibán, sino llegar a un acuerdo político interno que permita al país comenzar su reconciliación primero, y su reconstrucción después, largo proceso éste en el que precisarán toda la ayuda que la comunidad internacional pueda brindarle. Un tratado por el que los vecinos de Afganistán y las grandes potencias reconociesen formalmente la neutralidad y la soberanía afganas, solventaría la dimensión internacional de este prolongado conflicto. En todo caso, al pueblo afgano todavía le queda un largo camino antes de ver el fin de sus penurias.