1. He estado callada tanto tiempo…
Durante medio siglo he guardado silencio. No quería parecerme a esos veteranos de Verdún que aburren a la juventud hablando de su guerra continuamente. Pero en mi brazo ha estado siempre el tatuaje: A 16727. La matrícula de Auschwitz. De Auschwitz-Birkenau para ser exactos. El nombre de esta ciénaga polaca donde se instaló el campo. Con cámara de gas y horno crematorio. Yo tuve la fortuna de poder volver. Pero los niños con los que me fui, aquellos doscientos huérfanos judíos, no tuvieron esta suerte. Fueron gaseados nada más llegar allí. Eran demasiado jóvenes para trabajar. Yo tenía 17 años. Mis padres tampoco volvieron. Mi padre tenía 53 y mi madre 41. Para los alemanes, eran demasiado viejos…
2. No soy una niña francesa como las demás…
Hasta 1941, a los 14 años, no supe que mi padre no había nacido en Francia. Me enteré porque había que inscribirse en la alcaldía de Rouen para poner en nuestros carnets de identidad con un tampón la palabra “judío”. Supe entonces que los abuelos eran de Kovno (Lituania) y que la abuela había ido allí cada vez que iba a tener un hijo. Pronto obtuvieron la nacionalidad francesa…
Mayo de 1942. El primer día que tenemos que llevar cosida sobre el pecho la estrella amarilla es domingo. El lunes debo ir a clase al Liceo con ella puesta… Y de repente, comprendo que yo, la niña francesa, soy diferente a los demás. La radio proclama todo el día que los judíos son seres inferiores, que son sucios, que tienen toda clase de defectos, que no hay que fiarse de ellos, que son una gentuza con la que hay que acabar… La mayor parte de los franceses no reaccionan, no les concierne lo que les pasa a…