Egipto ocupa una posición central en el mundo árabe: de lo que allí ocurra depende en gran parte el porvenir de su vecindario amplio. Tres factores interconectados marcarán su transición: la economía, la seguridad y la capacidad de integración política y social.
Tres años después de la caída de Hosni Mubarak, Egipto vive en un estado de profunda incertidumbre. La euforia de dimensiones mundiales que emanó de la plaza Tahrir en enero y febrero de 2011 ha dado paso a otros estados de ánimo que van desde la impaciencia y el desencanto a la estupefacción y la decepción. Dentro de Egipto, no son muchos los que ven lo ocurrido durante los últimos 36 meses con optimismo. Menos optimistas aún son numerosos observadores externos que han seguido la evolución de la transición egipcia, con sus continuos sobresaltos, giros sorprendentes y no pocos errores colectivos de gravedad.
Desde el 25 de enero de 2011, Egipto ha vivido una sucesión frenética de cambios políticos y sociales, entre ellos: la pérdida del miedo a pedir la caída de un presidente (en 2011 y de nuevo en 2013); la primera elección democrática de un jefe de Estado en la historia del país (junio de 2012); la llegada de un islamista, Mohamed Morsi, a la presidencia del país a través de las urnas; el golpe militar con considerable apoyo social que depuso a Morsi al año de ser investido presidente; la redacción de dos constituciones carentes de consenso en dos años; la represión sangrienta, incluida la mayor masacre en un día entre egipcios en la historia moderna; una polarización social sin precedentes, y una vuelta acelerada a métodos propios del Estado policial que mantuvo a Mubarak en el poder durante tres décadas.
Entre los rasgos que han caracterizado la convulsa transición egipcia se pueden destacar, entre…