A la nueva frontera sur de Europa se la llama el Sahel (el territorio que discurre desde Senegal hasta Sudán, la franja de costa entre el desierto y la sabana), una zona extremadamente inestable debido a la creciente presencia de grupos de criminalidad internacional organizada que controlan el tráfico ilícito de personas, drogas y armas o la explotación irregular de minas. También por el creciente clima de inseguridad desde que las organizaciones armadas yihadistas y de naturaleza secesionista basadas en el norte de Malí, pero con impacto en toda la región, empezaron a desestabilizar a los Estados centrales, se convirtieron en actores del crimen organizado y provocaron la fuga de miles de personas hacia lugares recónditos en el interior de los países del Sahel (migraciones circulares) o bien buscaron llegar a Europa utilizando vías clandestinas de migración. La crisis de seguridad del Sahel con sus múltiples frentes, no solo se define por la amenaza del terrorismo político, sino también por el impacto de la economía criminal en las antiguas sociedades nómadas y las luchas intra-estatales por el control de los recursos naturales, y ha logrado reunir a los países de la Unión Europea que, en 2011, lanzó una estrategia de seguridad para el Sahel. Fue la primera institución internacional en poner en marcha un programa de carácter político, de seguridad y de desarrollo para paliar la inestabilidad en la zona.
Zona de alto interés geopolítico
En 2012 los grupos armados en la región de Azawad (el norte de Malí) iniciaron una revuelta que terminó con la expulsión de los cuerpos y fuerzas de seguridad Malíenses y en una ocupación de facto de la zona por parte de grupos armados autóctonos agrupados bajo una bandera yihadista y secesionista que continua hasta hoy. Tras el levantamiento armado se llegó a un acuerdo de paz cuya razón de ser no fue únicamente conseguir que los guerrilleros depusieran las armas (se decomisaron unas 1.500), sino también en una reestructuración del sector de la seguridad que trajo consigo el desarme, la desmovilización y la reintegración (DDR) de los antiguos combatientes. La UE actuó como garante del acuerdo de paz, acuerdo que sigue necesitando la formación continuada de los cuerpos y fuerzas de seguridad de Malí y una refundación de sus Fuerzas Armadas que incluya entre sus efectivos a individuos procedentes de las regiones insurgentes, como Azawad. De momento la segregación del país se determina por cortes territoriales e identitarios que se ven reflejados en la representación en los cuerpos de seguridad que, en la zona norte queda en manos de las tribus blancas, las elites tuaregs y árabes, mientras que el centro del país está bajo el control de la comunidad peul.
“La situación en Malí es una amenaza inmediata para la región del Sahel, el África Occidental así como para Europa”, declaró el Consejo Europeo en octubre de 2012. Desde entonces, la región se ha convertido en una zona de alto interés geopolítico en donde se han desplegado numerosas operaciones de mantenimiento de paz. La operación Barkhane, liderada por Francia, marcó un nuevo paradigma de seguridad en la región: se enviaron tropas a las zonas calientes del territorio controlado por los rebeldes y se dio comienzo a una guerra contra los llamados radicales que, durante la última década, se habían ido fragmentando y multiplicando. La guerra terminó sin vencedores ni vencidos porque tanto los rebeldes que reivindican el secesionismo como los que proclaman un Estado islámico mantienen sus posiciones, sus hombres y siguen ganando terreno. Ante la situación, el Estado Malíense empezó a cuestionar la intervención francesa y decidió recuperar la soberanía sobre la seguridad del país y ampliar el rango de sus relaciones internacionales colaborando con otros Estados, como Rusia. Tras este movimiento de Malí, Francia trasladó toda su estrategia a Níger que, en la actualidad, se ha convertido en el núcleo duro de sus operaciones. La crisis entre Francia y Malí ha debilitado al resto de los operadores europeos de seguridad que acompañaban el liderazgo francés, pero el objetivo francés es continuar con su intervención.
El contexto de violencia para la estrategia europea desplegada desde 2011
En los años 2000, la amenaza del terror se denominaba Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) que actuaba bajo el liderazgo, entre otros, del conocido contrabandista de tabaco y, más tarde, de hachís y cocaína, Mokhtar Belmokhtar. En la actualidad han aparecido nuevas ramificaciones del germen alqaedista con objetivos similares: codicia y poder. Entre ellos están el Movimiento por la Unidad y el Yihad Occidental (MUJAO) que encontró en la comunidad peul la perfecta estrategia para su expansión organizativa de modo que a las identidades tuareg y árabe (las tribus blancas), se les suma otra, la identidad peul, de la población negra mayoritaria en toda África Occidental.
Así, Iyad Ag Gali, figura tuareg con gran reputación gracias a su protagonismo durante la revuelta de los años noventa, decidió desmarcarse de las reivindicaciones secesionistas después del estallido de una crisis con las nuevas generaciones de la elite tuareg, y se incorporó a las filas del yihad poniéndose al frente de su nueva organización, Ansar Dine. Esta se creó en 2013 y, un poco más tarde, apareció otra entidad liderada por los peul, la katiba del Frente de Liberación de Macinas que impuso su hegemonía en el centro de Malí (denominado Macinas). Todas estas organizaciones finalmente se fusionaron para crear Jama’at Nusrat al Islam wal Muslimin (JNIM-Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes), con una única cabeza visible, Iyad Ag Gali.
Así pues, el Estado Malíense ya no ostenta la soberanía del centro y el norte del país, lo cual marca un precedente para el resto de países del Sahel que ya se están enfrentando a estructuras de contrapoder financiadas con el narcotráfico, las armas, el tráfico de seres humanos o la explotación de los recursos naturales como el oro o cualquier otro tipo de comercio transnacional. En la dinámica de inseguridad creciente también han entrado los llamados grupos de autodefensa o milicias comunitarias cuyo objetivo es combatir a los rebeldes yihadistas, a menudo implicados en violaciones de derechos humanos y de independencia dudosa. Oficiosamente todos los grupos de autodefensa cuentan con el respaldo de diferentes organismos estatales para intentar debilitar a los grupos armados, mientras los ejércitos se estancan en su inacción en un papel de meros figurantes.
Esta espiral de violencia constante ha tenido una doble consecuencia para los países europeos; por un lado, les ha otorgado un nuevo y preponderante papel en la gestión de la seguridad en la zona desplazando a Estados Unidos de su tradicional misión de lucha contra el terrorismo en el espacio del Sahel; por otro, ha fragilizado los múltiples programas de cooperación desplegados en zonas calientes porque están controladas por los grupos armados, lo que ha afectado gravemente a la población civil. Las dificultades de acceso de la ayuda humanitaria y la exposición de los agentes de la cooperación exterior a los secuestros están condicionando la ayuda al desarrollo, como también lo hace el avance del cambio climático y los numerosos conflictos locales que interfieren el ciclo natural de las campañas agrícolas y ganaderas de modo que, a duras penas, es posible garantizar la seguridad alimentaria para millones de habitantes del Sahel. La UE, como principal donante de ayuda humanitaria en la región, con una aportación que supera los 240 millones de euros, trata de paliar el déficit alimentario y nutricional, la precariedad médica, la falta de agua potable, la desnutrición en los más pequeños y facilitar el acceso a la educación a una infancia envuelta en un clima de conflicto incesante.
Mediante aportaciones unitarias que cubren distintas necesidades se pretende evitar la migración hacia los países vecinos y el crecimiento de la inmigración ilegal hacia Europa como está sucediendo en la doble frontera sur, desde el Sahel y también desde el norte de África. El Sahel exporta a migrantes a los países magrebíes de la región mediterránea que difícilmente soportan la creciente presión migratoria. Por lo cual, a pesar de la inversión europea en la externalización del control de fronteras en países como Níger, Libia o Túnez, estos países empiezan a mostrar señales de malestar debido a la gestión de los migrantes subsaharianos o hacia el papel de gendarmes de los flujos migratorios desde el continente africano que se ven obligados a ejercer. Los países del norte de África asumen con irregular interés el control de las migraciones y empiezan a poner límites. Por ello se siguen contando en miles las personas migrantes que salen desde el Sur más próximo, Marruecos, Argelia o Túnez hacia el otro lado del Mediterráneo.
Para Europa, cualquier iniciativa adoptada por los países del Magreb que contribuya a la diversidad cultural, a la aceptación e integración de los migrantes de los países africanos vecinos permite pensar en menos flujos migratorios hacia el Mediterráneo. De hecho, desde Europa se han apoyado, tanto desde las instituciones como con recursos financieros, las estrategias que contemplen la regularización o el permiso de trabajo, la aplicación del derecho de asilo y del estatuto del refugiado para las personas migrantes. Estas medidas empezaron a aplicarse al calor de las primaveras árabes y los periodos de transición política que desencadenaron, pero más de una década después se están dando pasos hacia atrás en la gestión migratoria con políticas de control de la migración coercitivas, de exclusión y racistas.
En un discurso, en febrero de 2023, el presidente de Túnez, Kais Said, acusaba a los migrantes de transformar la demografía de su país, tildándolos de fuente de criminalidad. Esto sirve como muestra del regreso a un autoritarismo identitario que impide la creación de sociedades más diversas atravesadas por la africanidad. Estas declaraciones de reivindicación identitaria tunecina y de rechazo a la negritud deben poner en alerta a la UE porque cuanto más dificulten la acogida de migrantes países como Túnez o Marruecos, mayor será la migración clandestina hacia Europa. De hecho, ambos países expresaron en su momento su interés por iniciar procesos de regularización masiva que fueron calurosamente aplaudidos por la UE. Sin embargo, el aumento de los flujos migratorios consecuencia, entre otras causas, de la guerra sin cuartel entre los miembros del JNIM y el Estado Islámico en el Gran Sáhara (ISGS) en las fronteras de Liptako Gourma (al este de Níger, el norte de Burkina Faso y norte también de Malí) y la crisis de Sudán, ha provocado un replanteamiento de la política de puertas abiertas y, con ello, el rechazo al incremento de la población migrante en suelo magrebí.
El Magreb, no obstante, no solo observa las dinámicas transformadoras del Sahel desde la perspectiva de la movilidad dentro del continente, sino también en relación a las estrategias de seguridad, teniendo en cuenta que los grupos armados que fusionan crimen organizado y terrorismo tienen entre sus filas a nacionales argelinos, saharauis, marroquíes o libios. A todos ellos los une el tráfico de bienes legales, ilegales o criminales como parte de un proceso histórico de comercio transahariano que ha unido geografías e integrantes. El resultado es una amplísima red de negocios tradicionales o criminales representados por estructuras tribales solidarias que han neutralizado el poder de los Estados-nación y que se están haciendo más fuertes que los propios Estados centrales del Sahel. Hasta el momento, las políticas estrictamente militares tanto regionales como internacionales no han sido capaces de hacer frente a la amenaza híbrida del terrorismo y la criminalidad que se ha convertido en medio de supervivencia de las antiguas poblaciones nómadas. Por una parte, después de 10 años de intervención internacional en el Sahel auspiciada por Francia a través de la operación Barkhane y otra larga década más de formación y entrenamiento militar a las fuerzas y cuerpos de seguridad por parte de operadores de seguridad europeos como EUTM o EUCAP, no hay datos empíricos de arrestos por delitos de narcotráfico, aunque sí los ha habido por delitos de terrorismo. Tampoco ayuda a la lucha contra el narcotráfico la diferencia entre las organizaciones que trafican con armas y drogas y aquellas que se alinean con el yihadismo o secesionismo. Detrás de cada eslogan y de cada nombre de cada organización se mueven redes transnacionales de todo tipo de tráfico, hecho este que debería obligar a los Estados del Sahel y del Magreb a plantearse una cooperación Sur-Sur en materia policial y militar y también una colaboración a tres bandas con Europa. Sin embargo, los países del norte de África, debido a sus crisis internas y entre los Estados, en especial la ruptura de las relaciones entre Argelia y Marruecos, bloquean cualquier iniciativa de colaboración conjunta para hacer frente a los desafíos de seguridad. Tanto es así que el Sahel se ha convertido en laboratorio de las rivalidades entre los países magrebíes que, empleando la diplomacia, buscan influir en mayor o menor medida en la región del Sahel. Argelia utiliza la mediación en la resolución de conflictos nacionales e internacionales (está presente en Malí, por ejemplo) o implicándose en la ayuda humanitaria mediante el envío de material médico. Marruecos lo hace a través de la oferta de formación religiosa a imanes y ulemas que esté lejos de cualquier interpretación extremista coránica.
La única experiencia de cooperación en materia de seguridad regional magrebí se fundó en 2010, en un momento de incremento exponencial de los secuestros de occidentales por parte de AQMI. Ese operativo, denominado Cemoc, ha tenido más impacto mediático que resultados visibles. Argelia está a la cabeza de este organismo operacional conjunto y ha ocupado un lugar preponderante en la arquitectura institucional de seguridad regional basada en Tamanrasset. Aún con las mismas carencias operacionales, se puso en marcha el programa G5 SAHEL, la última pieza de la estructura de seguridad regional formada por una alianza de países de la región (Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger) que han acordado crear un ejército común de alrededor de 5.000 efectivos para proteger un territorio que se extiende a lo largo de cinco millones de kilómetros cuadrados. Teniendo en cuenta este parámetro territorial, resulta imposible la eficacia del G5 Sahel.
La incorporación de los jóvenes del Sahel a las filas de los grupos violentos demuestra que la vía militar, sin dejar de ser importante, no es la solución.
Este mecanismo de seguridad que Europa defendió, apoyó y acompañó desde su creación en 2014 para que los Estados del Sahel recobrasen su soberanía en materia de seguridad y afrontasen la amenaza del terrorismo y sus vínculos al crimen organizado, se ha visto muy debilitado después de que Malí decidiese retirar sus soldados. Malí, el país en el cual surgió la raíz de las rebeliones y que se convirtió en pasarela para el tráfico de drogas, ha dejado de figurar en la agenda de la seguridad regional y, lo que es más, su aislamiento se ha visto reforzado tras los dos golpes de Estado llevados a cabo por la Junta Militar que ha instaurado de nuevo un régimen militar. Y es que los países reunidos para combatir la amenaza terrorista disponen de escasos ingresos y su capacidad militar es muy reducida debido a una permanente y profunda disfunción estructural que está más allá de la formación o los recursos que puedan garantizar los Estados europeos. El objetivo de hacer al ejército operativo sobre el terreno requiere de muchos años y de la refundación de los batallones militares que deben ganar en confianza y en supremacía militar frente a sus rivales (JNIM y ISGS). El fracaso del G5 Sahel es también un fracaso para Europa en un momento en que el clima de inseguridad creciente se está extendiendo hacia el Sur, abarcando nuevas fronteras de África Occidental. En 2017, la UE, consciente de la creciente complejidad geopolítica, activó un programa de urgencia para el Sahel cuando Burkina Faso estaba en una deriva de desequilibrio creciente desde que, en 2015, surgió dentro de sus fronteras una nueva organización similar a la del Estado islámico del Sahel que pretendía oponerse al Estado burkinés. La proliferación de las armas, el incremento del narcotráfico y el contrabando forman parte del amplificador del fenómeno de la violencia armada, erróneamente considerada en numerosas ocasiones como violencia ideológica pero particularmente marcada por la codicia y el ansia de poder territorial. La incorporación de los jóvenes del Sahel a las filas de los grupos violentos, que tiene su origen en la exclusión social de unas poblaciones castigadas por una persistente depresión económica, impactadas por los cambios climáticos que afectan gravemente a una economía regional dominada por la ganadería y la agricultura, las dificultades para acceder a servicios básicos como el agua o la electricidad y sin otros horizontes posibles de desarrollo personal, demuestra que la vía militar, aun sin dejar de ser importante, no es la solución.
Ciertamente los Estados del Sahel necesitan recuperar el monopolio de la lucha contra la violencia y reforzar las competencias de la policía, la justicia o de la seguridad interior, pero también precisan desplegar herramientas diplomáticas que permitan el diálogo y la negociación con todos los actores políticos cualquiera que sea su procedencia ideológica para labrar más caminos de paz. Pensar en un reordenamiento de la violencia es pensar en una reorganización de los tráficos compartidos entre actores estatales y no estatales. No habrá paz en el Sahel hasta que no se alcance un acuerdo político entre todas las partes presentes que especifique el modo en que se reparten los recursos lícitos, ilícitos y también naturales./