El de 1991 no habrá sido un año de buena cosecha para Europa. Comenzó con la guerra del golfo Pérsico. Una demostración de la falta de coherencia y de cohesión de la política europea. Los Doce abordaron el conflicto en desorden y lo vivieron a un ritmo de tomas de posición y acciones individuales. En ningún momento del conflicto hizo Europa oír su voz como entidad política. Como consecuencia directa de esta ausencia en los acontecimientos que hacen la Historia, la Comunidad no recibió más que un discreto asiento secundario en la Conferencia de Madrid, primera obertura de un diálogo árabe-israelí aún inacabado.
El año termina en el polvorín yugoslavo como comenzó: al son del cañón. Con la diferencia, esta vez, de que el estruendo de las batallas no proviene de los confines del Tigris y el Éufrates, sino que resuena en el corazón mismo de la vieja Europa.
¿Preocupados? Los europeos lo estaban, antes que nada, porque era su continente el que se desgarraba. Como en tiempos que se creían pasados para siempre. Como en 1914, los Balcanes se inflamaban, despertando los recuerdos de un furor nacido –¡ya!– en Sarajevo. Sí, Europa estaba preocupada por el drama yugoslavo a mediados del año 1991, y la guerra que llamaba a sus puertas era totalmente guerra “suya”.
Sin embargo, olvidando las lecciones de la Historia, en ningún momento dieron los europeos pruebas de previsión, de imaginación ni de resolución. Como estas tres cualidades les han faltado, sus iniciativas para forzar una solución pacífica del conflicto yugoslavo se han saldado con un fracaso.
Desde el comienzo de los acontecimientos de Eslovenia y Croacia, dos repúblicas del noroeste de la Federación de los Eslavos del sur, la Comunidad Europea se colocó en el conflicto como si le correspondiera arreglarlo todo completamente sola. La…